¿Quién eres? ¿Cuál es tu destino? Dos preguntas con aliento de versos tatuados en la pantalla de verano de un cine frente al que crecer los sueños. Tuvo la posguerra de aquella España partida en dos -la del rompeolas de Madrid y la de provincias con más tiempo lento de grises- un horizonte por el que escaparse, con montarse tan sólo en el haz de luz que cruzaba sobre las cabezas y en un lienzo creaba todas las ficciones necesarias: la del heroísmo, la del amor, la de la libertad, la del deseo, la de las diosas entre las que ninguna fumó el placer y el desgarro como Ava Gardner. Este es el paisaje y el espíritu de una novela repleta de estrellas míticas del celuloide que a tantos nos educó en matinales el gusto, la mirada, la ambición de responder a aquellas dos preguntas que abrían el Nodo de estas letras para orlar la última novela de Manuel Vicent. Un escritor que siempre se retrata bajo todo lo que cuenta, en medio del lenguaje que lo mismo monda como una jugosa naranja que desnuda perfecta, que lo enciende y consume igual que si fuese un Marlboro americano, o que le pone una sola piedra de hielo y la medida perfecta para que sea uno de esos tragos que te entran suave, que te van atando a su sabor y aroma, y de cuya marca, Vicent, termina uno siendo adepto. Sucede por la plástica de su prosa, siempre cinematográfica y entre penumbras de sombras, de viajes de ida y vuelta de la conciencia y los sueños a todo lo que la realidad abofetea, rompe o termina por arrugar lo que tuvo de esplendor de lo nuevo. La gabardina blanca de Bogart con la que un joven David Arnau desemboca en la capital de Chicote, del Pasapoga y de Villa Rosa para hacerse director de cine, y conseguir encenderle el cigarrillo a Ava Gardner. El sueño en el paraíso donde también la muerte negra es un verdugo que pasa a garrote a asesinos provincianos, y con más contundencia al dandismo de un gato negro que se llamó Jarabo.

Nos va contando Manuel Vicent en 'Ava en la noche', acerca de su propio territorio sentimental entre Valencia y Madrid, y es fácil imaginarlo como figurante desenvuelto entre los personajes de aquel Madrid cuyas citas con el alcohol se escogían entre los lugares donde bebió y bebía Hemingway, y los que acogían a la condesa descalza cuyo perfume impregnaba las noches del Madrid de finales de los cincuenta. Es lo que tienen los hijos del cine, que saben crear encantamientos con el poderoso blanco y negro de lograda atmósfera y, en este caso, con un excelente toque de neorrealismo. No era para menos la época que retrata la colonización de las Bases americanas; los calabozos de la Brigada Social donde los jóvenes naufragaban y a veces resucitaban Lázaros; los primeros movimientos estudiantiles de la clandestinidad, con olor a fideos de pensiones, y las piedras que se quemaban en la palma de la mano. Un mundo que el escritor enriquece con su talante de excelente cronista periodístico para logar un magnífico fresco del sueño de Cifesa alumbrado por los aceites Casamora; de las producciones de Samuel Bronston; de las boites y las alcobas con alas de mosca; del café Gijón con Ruano y Cela, y aquel león pelirrojo que llegó a ser Fernando Fernán Gómez, y de la decadencia de las estrellas de Hollywood que se morían infartados entre los pechos de la Lollobrígida o su resaca los iba apagando en sus marquesinas de estrenos. Y como una sombra Nosferatu a la española, aquel asesino Jarabo que dejó en el tocadiscos la voz puesta de Doménico Modugno, y que le pidió a su verdugo que le dejase la corbata con el nudo desahogado en el cuello.

Es Manuel Vicent un perfecto Ulises en singladura por las islas de aquel Madrid de sirenas, y argonautas, con el Polifemo que Berlanga llevó al cine, y del que su evocador lenguaje narrativo nos deja el aroma a Negulesco y el del fracaso, mientras el esplendor se marcha a bordo del bugatti rojo de Edgar Neville cruzando por el interior de una España de cine y el mito de su diosa.