Son muchas ya las veces que en la literatura universal una forma de mirar, que quizás sea el principal sello que distingue a un artista de otro, aquello que lo hace único, transforma un territorio en un escenario mítico que, a fuerza de perpetuarse, de retratarse una página tras otra, acaba siendo reconocido por la comunidad de lectores como un trasunto de ese espacio mítico, mágico, un sitio casi real, que huele, que puede tocarse, que suena casi como su réplica, que contiene vida, en definitiva. Hay ejemplos muy destacados como el de la Comala de Juan Rulfo (quien, para mí y para otros cuentistas escribió el más bello libro de cuentos jamás parido por nadie, 'El llano en llamas') o el Macondo de García Márquez. Yo, después de haber leído 'Las voladoras' (Páginas de Espuma, 2020) de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda, posiblemente no pueda volver a mirar de la misma manera a la cordillera andina que atraviesa ese y otros países latinoamericanos, creando una cicatriz, una grieta, un territorio que se convierte en mítico en estos deliciosos cuentos adscritos a lo que la propia artista describió en esta entrevista: el llamado gótico andino. «Es un acercamiento al miedo, al horror y a la violencia desde el paisaje andino. Desde lo que eso implica. Implica la importancia mítica de los volcanes, de los páramos, de los valles, de los cóndores, pero también implica todo un misticismo, una cosmovisión, un entendimiento de lo mágico y de lo ritual a través de esos paisajes que generan esa narrativa, esa forma de construir el mundo, esos relatos orales», lo definió Ojeda en una reciente entrevista concedida a este periódico.

En otras reseñas suelo ir cuento por cuento, glosando lo épico, mejorable o excelso de una creación determinada, pero el libro de Mónica Ojeda, aun siendo de relatos, es una impresión unívoca, una marca que queda en el alma, una lectura sin aliento gracias a una literatura que se asoma al balcón de la parte más recóndita del ser humano para retratarlo, para presentarle al hombre y a la mujer de todos los tiempos una fotocopia de su yo interior, ese espíritu zaherido por el horror y los miedos propios. El gótico andino sublima, precisamente, esos miedos y esas relaciones humanas al límite de la frontera con lo sobrenatural, lo inexplicable o, simplemente, lo más abyecto de nosotros mismos: en las páginas paridas por Ojeda se hace referencia a la mutilación, al incesto, al deseo sexual o rechazo que provocan personajes míticos como esas voladoras que, por la noche, sobrevuelan las casas de quienes creen estar anclados firmemente en la realidad, la brujería, el aborto, la vida que no nace y que es mirada con naturalidad por quienes ya viven su existencia a duras penas, hay mujeres míticas y terroríficas a partes iguales, que danzan sin cabeza en macabras noches de luna clara, niñas que narran con inocencia situaciones desesperadas y que, a la vez, son lo único limpio que nos queda, esa mirada de la infancia, alcoholismo, sadomasoquismo, la relación con los animales, la dificultad de las relaciones familiares, etcétera.

El mosaico literario que crea Ojeda es tan intrincado y, a la vez, desolador, que los cuentos, escritos en un estilo contenido, hermético, en el que lo que evoca es lo que no se dice, que uno puede imaginarse al cóndor andino, esa ave carroñera repleta de luz y tinieblas, sobrevolando las vidas de todos y cada uno de los personajes de la narradora de Guayaquil. Ojeda, por cierto, ha escrito con éxito novelas, poemas y ahora relatos. En la entrevista, dijo que está muy interesada en la hibridez de los géneros, en explorar esos vasos comunicantes, esos territorios comunes. De momento, su mirada nos ha subyugado. Hay escritora para rato.