Algunos niños hablaban de un cuenco de luna hervida, una pelota, una promesa de atracón lácteo. Lo nunca visto, la teta rugiente, allí en sus narices, descendiendo acampanada en la pantalla, a apenas unos centímetros del pañito y la flamenca cetrina que servía de armazón y de conjura contra los espíritus del demonio y del extranjero que salían por la tele. La abuela levantada de un salto y con el dedo dirigido a la Thompson, poniendo a salvo a los nietos, recuperando a Dios y a Mickey Mouse, aturullada de cero a cien en su aceleración de alpargata.

A muchos de los nacidos en la Transición hubo que meterles en tinajas de aceite y esperar a que reaccionaran. La aparición de Samantha Fox, junto a la de Sabrina, más desparramada, incluso, en su voluptuosidad de carretera y de megáfono, supuso para miles de españoles la primera amenaza seria al callejón de la infancia. Sus caderas, sus bailes, representaron el aldabonazo definitivo para un amanecer sexual que todavía entonces, en el último estertor de los ochenta, olía siempre a limusina y a laca. Si Mónaco era el espejo donde se miraban las niñas enamoradizas, Samantha se alzaba como el sueño después del fútbol y de las carreras por el patio. Y más aún tras el videoclip Nothing´s gonna stop me now, en el que bailaba en unas calles y unos escenarios reconocibles para una clase media que por fin se podía permitir la creencia en el verano.

Mientras Sabrina despeñaba su teta por los platós de Jordi Estadella, la rubia se autoproclamaba en la última quimera de la costa. Esta vez sin ni siquiera dar pie al misterio y la ensoñación, plasmándose de manera rotunda en animados paseos y visiones en la pantalla. Que el mundo conociera su gran éxito viéndola cantar y desplegarse sobre planos de Puerto Banús y del centro de Marbella sirvió para solidificar la fantasía de los jóvenes españoles con una mezcla que pocos años antes hubiera resultado insensata, la del universo cañí de los botijos y lunares con la sofisticación peleona de las pistas de baile. En el vídeo, rodado íntegramente en la provincia, Samantha Fox cantaba y y ejecutaba uno a uno la colección de gestos pizpiretas que formaban parte del ritual de la diva en la época en la que estaba de moda el VHS. Y, además, sobreimpresionada en un entorno repleto de motivos españoles, con caballos corriendo frente a la orilla, sol y bares con terraza.

El éxito de Nothing´s gonna stop me now fue el primer motivo conocido de la trabazón que une a la cantante con la Costa del Sol. Posteriormente llegaron otros; algunos de ellos tórridos y empapados en la marrullería sentimental que caracteriza a la prensa rosa. Samantha Fox, que llegaría a comprarse una casa en Marbella, vivió en la provincia su historia de amor con Rafi Camino, al que dicen que conoció en un chiringuito y al que ella misma admitió haber recibido entre bastidores y con una rosa entre los dientes.

Durante un semestre, la pareja fue el objetivo principal de los fotógrafos de Marbella. La actriz, en un tono confesional; él, sumamente discreto, campeando los recodos encendidos que le dejaba la diva a través de las revistas. Samantha, que más tarde declararía con valentía y sin rubor su tendencia al amor sáfico, decía que lo que más le gustaba del diestro era su capacidad «para decir cosas bonitas» (sic). «Gracias a Rafi estoy aprendiendo mucho de la cultura española», exclamaba la artista, dicho además de una tacada, dejando a la imaginación del lector la libertad de suponer si con eso se refería al cocido y las croquetas o a El Criticón y los sonetos de los hermanos Argensola.

La historia de Rafi Camino y Samantha Fox fue de algún modo pionera y dejó a las folclóricas con pinta de témpanos encerrados en canastos de flores; pocas veces antes había llegado una rubia ultramontana a cuestionar el amor natural entre una cupletista y un matador de toros. Hispanista a su manera, protuberante y elástica, la diva siguió a lo suyo una vez concluido el romance. Sin remordimientos hacia Camino, y mucho menos, hacia la Costa del Sol, donde se la siguió viendo hasta mucho después del declive de su fama. En muchos casos, alimentando el sonrojo retroactivo, la memoria venusiana.