Adentro desnortaba el chachachá. Con su alegre trompa de música mestiza, adornada de collares de flores. Cientos de parejas mugían a la entrada. Arremolinadas, confusas, con esa suspicacia todavía cervuna hacia la diversión de quienes se saben vigilados en todas partes por las escopetas. Machín cantaba. Casi tan rápido y tan bien como en la tele, haciendo despegar en oleadas bruñidas al público de Barbarela. Se habían vendido todas las entradas. Y no era la primera vez. En esa época, si el cantante hubiera querido, habría podido llevar hasta los confines de Hamelin a su público; o al menos, hacia una frontera privada en la que se mezclaran las ganas de romper con los tabúes con el hartazgo monumental hacia el régimen.

En la España del pandero y de la copla edulcorada, se habían colado unas maracas. Con aplomo y sencillez, agitando un sistema personal de hipnosis que se impuso como un método infalible tanto para la juventud como para los que eran incapaces de entender la música sin un clavel del tamaño de una campana prendido de las solapas. De las catacumbas del rezo a los primeros latigazos del rock, Machín causaba admiración y respeto. También por una simpatía exótica, de negro gallego curtido a la andaluza, con casa en Sevilla y gusto por la Costa del Sol, adonde, como los grandes toreros, solía salir a hombros cada vez que cantaba.

En su segunda juventud, el intérprete de Dos gardenias, relanzado por el movimiento camp y los gramófonos de la nostalgia, se acostumbró a desparramar sus ritmos por Torremolinos. Las salas se abarrotaban. Incluso, con gente amotinada en la puerta, esperando alguna defección, con sus pesetas en la mano. Actuaba en Barbarela, en Los Violines, en Poker Club, en la terraza del Pez Espada. Casi siempre circundado por algunas de las familias de alta alcurnia de Málaga, quizá apenas sin saber que en sus boleros había viajado buena parte de las ensoñaciones de la juventud martilleada por Franco. Machín era un símbolo, una región sentimental. Tan inseparable de la generación como los desmarques de Gárate y la pierna peluda de Alfredo Landa.

En los años en los que el cantante comenzó a frecuentar con asiduidad la costa la proximidad ya era mucho mayor que la que se adueña de partida en ambos lados del Atlántico. Emigrante muy joven en Nueva York, donde grabó El Manisero, uno de los primeros éxitos millonarios de la música cubana, Antonio Machín había llegado a España en el fatídico 1939; venía huyendo del belicismo creciente de Europa. Y por una razón que no tenía nada que ver con los ardores salvajes de la dictadura. Uno de sus catorce hermanos vivía desde la década de los veinte en Sevilla.

En la capital andaluza, a poco más de dos horas y media en coche de sus escenarios predilectos de la Costa del Sol, el cantante montó su casa. Y mucho más después de conocer a su pareja, con la que se casó en uno de los primeros matrimonios interraciales que se recuerdan en España. El bregado cantante encontró la paz y la horma de su gracia en Andalucía, trayéndose incluso a familiares de la isla y cantando en clubes nocturnos, siendo emperador y fetiche de las incipientes radiofórmulas.

En la parrilla del Pez Espada, Machín fortaleció su leyenda convirtiéndose por enésima vez en moderno. Y, además, sin dejar de ser nunca él mismo, hasta el punto de quedar desconcertado con las costumbres de las nuevas generaciones. En una de las galas organizadas por el hotel, el artista observó que el público se le desmadejaba con los primeros compases de Angelitos negros. Y estuvo a punto de colgar el micrófono y dar la espantada, sin advertir que su nueva audiencia, al contrario que la de los años cincuenta, a veces también bailaba.

En una Costa del Sol avivada por el flamenco y por el descaro de los anglosajones, Machín supuso la llegada y la vuelta del son y de la hierbabuena. Un azote de alegría franca, de humorada inocente, perdida en el ovillo del tiempo de varias generaciones. Y enterrado en Sevilla, después de su última actuación en Alcalá de Guadaíra. El más cubano de los españoles y el más español de los cubanos, como decían en los sesenta. Hijo de gallego. Son todavía de los años difíciles de España.

Viaje a la semilla y a la arcadia

La carrera de Antonio Machín, indisociable de la historia reciente de España, fue una sucesión de viajes y trasiego hasta la fama. Hijo de un emigrante gallego y de una negra cubana, el artista, que trabajó en su adolescencia como albañil, tuvo que luchar desde muy pronto para hacerse un hueco en el arte. En sus inicios se sintió tentado por la ópera, pero la segregación racial, como ocurrió tantas veces con los músicos de jazz, le tenía vetado el progreso en el género. Después de triunfar en Nueva York, anduvo por Londres, París y Suecia. En Andalucía encontró la paz que venía ambicionando desde sus años en La Habana.