Aparecía como un tumulto de tela roja, una escultura grecolatina transmutada por el rayo, con esa amplitud de gestos y de movimientos de cadera que hacía pensar en la desnudez bajo el agua y junto al bosque y en las melodías psicodélicas que definían la sensualidad en el cine de los sesenta. Con una copa en la mano, al lado de Mingote, de Gunilla, parecía un recorte inédito de Fellini, una silueta intensa de color situada en algún punto entre la realidad y la irrealidad, tan apasionadamente andaluza por asimilación como había sido antes icono de la voluptuosidad natural en los estudios de Hollywood.

A finales de los sesenta, Gina Lollobrigida era fácil de confundir con una trampa óptica, una especie de condensación alimentada por los deseos hambrientos de los españoles y la avidez de la propia Costa del Sol, que luchaba por prolongar el sueño y seguir siendo el islote de descanso de las grandes estrellas. En su primera visita espaciada, en el verano de 1968, a la actriz poco le faltó para recibir el sagrario de la catedral en señal de reconocimiento. Por eso, quizá llama tanto la atención lo que ocurrió durante la década siguiente, cuando su presencia, a fuerza de repetirse, empezó a poco a poco a perder la fosforescencia del milagro. E, incluso, a lindar con la familiaridad empachosa del tuteo; de Gina, habitual en las fiestas, se llegó a hablar en Marbella como si fuera un eslabón más en la catarata de nombres empolvados que glosaban las crónicas de sociedad y las galas de la Cruz Roja.

La vecindad con la actriz, para el lector contemporáneo, no deja de ser sorprendente. Pero la Costa del Sol, con su ingravidez de leyenda, también golpea con evidencias. Gina Lollobrigida quizá no fue la turista que más tiempo permaneció en la provincia, pero sí una de las que supo sacarle más provecho a su estancia. Vista su frenética actividad, su naturalidad para expandirse, no era de extrañar que la prensa la sintiera cercana y que los mozos de los hoteles y hasta los barman llegados del interior vieran mucho más posible tomarse con ella el vermú que recibir el saludo de alguna de las glorias comarcales desfibradas e insulsas que en otoño peregrinaban a Madrid para asistir a las meriendas de doña Carmen Polo. Testimonio de sus pasos por Marbella son sus imágenes de la época bailando flamenco, posando descalza entre las tejas de los caserones y hasta del brazo donjuanesco, vestido de pirata para la ocasión, de Jaime Mora de Aragón. Pero también el recuerdo, más susurrante, de Max de Hohenlonhe, que solía encontrarla por el entorno del Marbella Club pendiente del paisaje y con la cámara de fotos.

Al igual que en su vida en los estudios, Gina Lollobrigida no era únicamente el ciclón nocturno que inflamaba la juventud de una provincia y de un país que aprendía por esos años a ser joven. Cuando la música se desinflaba, y en pleno repliegue de los focos, la actriz regresaba a sus pasiones originales, de apariencia mucho más ensimismada. La musa italiana, lejos de conformarse con el papel merecidísimo de guapa, cultivaba nobles artes como la fotografía y la escultura y otros oficios más indóciles como el periodismo -en los setenta, tras retratar a Dalí, logró, entre otras, una entrevista en exclusiva con Fidel Castro-.

El amor de la diva por la Costa del Sol se fraguó, en cualquier caso, en mitad de un rodaje. Gina aprovechó que el equipo estaba instalado en Madrid para viajar a Marbella, donde descubrió un ambiente lo suficientemente despreocupado y diverso como para garantizar su entusiasmo y su vuelta durante los años siguientes. Sobre todo, a partir de su amistad con los Hohenlohe, que le hicieron de embajadores en esa corte abigarrada y en movimiento formada alrededor del Marbella Club y del Puente Romano. Gina hizo amigos y se convirtió en sí misma también en una especie de cicerone para otras estrellas; de su mano, vino la expresidenta Sukarno. La actriz logró en la Costa del Sol la textura pastosa e infinita que tenían los veranos en los ochenta para los jóvenes adinerados españoles: en sus largas estancias fue vista una y otra vez bailando, a veces, incluso, en el escenario. Aquí vino sola, con amigos, con celebridades. Y hasta con su hijo Milko, que no tardaría mucho en seguir la tradición. Cómplice de lujo de la mejor Marbella.

Icono universal, turista todoterreno

La artista italiana no tuvo ningún reparo en dejarse ver en la Costa del Sol. Sus estancias, aunque discretas en lo que respecta a su intimidad, estuvieron aderezadas con la asistencia a todo tipo de eventos castizos; desde los toros a los tablaos flamencos. En una gala benéfica celebrada en Marbella llegó, incluso, a subirse al escenario en presencia del presentador Joaquín Prats y de la duquesa de Alba para marcarse una rumba. No le gustaban, eso sí, los hospedajes austeros: estuvo en el Marbella Club, en el chalé La Herradura y en la suite del Puente Romano, cotizada en más de 2.500 euros por noche.