Aunque las fotos del reportaje están hechas en la plaza de toros de La Malagueta, el escenario principal del detallado trabajo de Andrés Sarria (Málaga, 1953) es la actual plaza de la Constitución, donde, desde 1491 - cuando se documenta la primera fiesta de toros- hasta mediados del XIX se celebraron corridas. Doctor en Historia, profesor de inglés, creador de la desaparecida editorial Sarriá (con acento), exdirector de la revista Isla de Arriarán... el investigador malagueño ha obtenido el prestigioso Premio Málaga de Investigación 2015, en la categoría de Humanidades, por La fiesta de los toros en Málaga en los siglos XVII y XVIII.

Un trabajo con el que este especialista en el Siglo de las Luces, que se reconoce antitaurino pero ante todo amante de la Historia de Málaga, ha desvelado una gran cantidad de material inédito porque a la hora de hablar de la prehistoria de los toros en la capital, se solían mencionar escasos datos. «Uno de los motivos creo que es porque la documentación es muy dispersa y lleva mucho tiempo de archivo», reconoce.

Aunque ha pateado archivos como el de la Catedral o la Biblioteca Nacional, la base de esta investigación han sido las actas capitulares del Ayuntamiento, «sobre todo desde 1.600 a 1815, una por una, aparte de legajos y colecciones de todo tipo».

La labor de Andrés Sarria ha servido también para desterrar un conocido tópico: el que la plaza mayor de Málaga se denominara plaza de las cuatro calles. «He consultado unos pocos documentos de la época y nunca aparece ese nombre. Cuando se habla de ella es la plaza, la plaza pública o la plaza mayor alguna vez».

Para el trabajo también ha buceado en el siglo XVI, en el que lo normal era realizar en la plaza de Málaga un festejo una vez al año, aunque solía hacerse en dos días. «Las corridas que se celebraban allí eran las llamadas fiestas reales. Hasta finales del XVI los nobles tomaban parte a caballo y se lo tomaban como un acto de ir a la guerra, había que luchar con el enemigo». Por ese motivo, combatían al enemigo, el toro, con una espada y siempre a caballo. «Si no podían matarlo tenían a sus lacayos, normalmente dos o tres, que le auxiliaban a pie».

Las fiestas reales, también en el XVII, se celebraban por acontecimientos relacionados con la monarquía (nacimientos, cumpleaños, el embarazo de la reina...), festividades religiosas o hitos relevantes para la ciudad y también solían tener lugar una vez al año.

Ese siglo supone «el apogeo del toreo caballeresco, desaparece la espada y surge el caballero rejoneador». En ese tiempo, «cuando el toro ya estaba cansado, medio muerto, los lacayos le cortaban los tendones de las patas con una garrocha con una cuchilla en forma de media luna y luego lo mataban como podían. Era una auténtica salvajada», cuenta Andrés Sarria.

Las Casas Consistoriales

El auge del toreo a caballo coincide con la construcción en 1630 de unas casas consistoriales en la plaza mayor que ocupan toda una manzana y que sustituye a un edificio «más bien modesto». Andrés Sarria está convencido de que las numerosas balconadas y ventanales se hicieron pensando en las fiestas de toros. «Fue tal el dineral que costó que denunciaron que se hacía principalmente porque los ediles y regidores tenían mucho interés en disfrutar de los toros cómodamente y con toda pomposidad». De hecho, existen documentos con la puntillosa distribución, acorde con su rango, de los cargos y personalidades en cada hueco del edificio. En una sociedad estamental había que escenificar las diferencias de clase y hubo pleitos más que longevos a causa de ventanas y balcones.

Y no se quedaba atrás el Cabildo Catedralicio, que construyó un edificio en la plaza, «y en las actas capitulares consta que se hizo con ese objetivo», cuenta.

En contraste con las fiestas reales en la plaza mayor, el pueblo celebraba en cualquier espacio de la ciudad los llamados regocijos, sin caballeros, «se trataría de realizar diferentes juegos con el toro, burlándolo e inflingiéndole todo tipo de castigo físico hasta matarlo con cuchillo, lanza, chuzo y cualquier clase de objeto punzante». Capeas, en suma, de las que el famoso Francisco de Cossío también deja constancia de su ferocidad.

Felipe V, el antitaurino

Como explica el historiador malagueño, la llegada de los Borbones a inicios del XVIII cambia para siempre el panorama, «porque Felipe V era francés y la fiesta le parecía una barbaridad». Comienza a afearse la participación de los nobles en estas celebraciones y, «para no indisponerse con la monarquía se retraen un poquito, aunque la afición la siguen manteniendo».

Sin embargo, el escaso aprecio de los Borbones hará que empiece a desplazarse el toreo a caballo y ocupe el espacio el toreo a pie. Estaba naciendo el toreo moderno, que surge de la mezcla de la escuelas andaluza («más aristocrática) con la navarra («más de a pie».

Las otras plazas

En esta prolija investigación se estudian todos los detalles de las fiesta, hasta los más nimios, como los dulces y bebidas que se consumían. Y por supuesto, repasa también las plazas de toros que durante algunos años del XVIII sustituyeron a la plaza de Málaga como espacio para las fiestas taurinas.

Fue el caso de la plaza de San Andrés, la que hoy se recuerda en la calle Plaza de Toros Vieja, en El Perchel. Aquí también el historiador apunta que no ha encontrado ningún documento que la denomine plaza del Carmen, como aparece en muchas publicaciones.

«Hasta 1790 las corridas se hacen en la plaza mayor y en 1791 se construye la plaza de San Andrés, que estuvo en uso hasta 1798. Se echó abajo porque era de madera y al año siguiente los toros vuelven a la plaza mayor».

También se detiene en el curioso proyecto, nunca realizado, de cuartel en las Atarazanas, que aprovechaba una plaza elíptica como plaza de toros. Fue obra del ingeniero Alfonso Jiménez de 1774.

Y ya al inicio del siglo XIX, Andrés Sarria habla de una fugaz plaza de toros, pues sólo estuvo en funcionamiento dos años (1807-1808) «que muy poca gente sabe dónde estaba». El coso se encontraba en el huerto del convento de Santo Domingo, «donde ahora está el hotel NH». Eran unos tiempos en los que los festejos taurinos se empezaban a celebrar para recaudar dinero y de hecho la mandó construir el famoso gobernador suizo Teodoro Reding para costear el «construir una zanja y desaguar todas las aguas que venían del Perchel y de la Trinidad».

Diego del Álamo, el Malagueño

Por último, otro de los puntos notables de este trabajo es que saca del olvido a un torero malagueño, contemporáneo de Pepe-Hillo, Pedro Romero y Costillares: Diego del Álamo, el Malagueño.«Fue un torero de mucho brillo en su momento, a pesar de lo cual no consta como tal en la historia del toreo ni en Málaga», destaca.

Por cierto que la chispa inicial de este trabajo lleno de nobles a caballo, disputas por los balcones y un toreo en plena gestación nació, cuenta Andrés Sarria, de la lectura de una obrita de Ortega y Gasset, Sobre la caza, los toros y el toreo. «Dice que no se puede comprender bien la Historia de España a partir de 1650 sin una historia rigurosa sobre la fiesta y dije: pues tiene razón». Y la tuvo.