Hace poco más de quince años habría pasado totalmente desapercibido. Nadie, ni siquiera un aspirante resentido de la lista Forbes, hubiera sido capaz de reunir el talento suficiente para localizar su figura y distinguirla entre el bestiario de la costa. Más que de Nueva York, Donald Trump parecía sacado del traje sociológico a medida que rodeaba a la Marbella de Gil, con sus trazos anchurosos y su aspecto de hombre de provincias de los que venían con una muda y pocas lecturas a hacerse ricos con los convenios de urbanismo y el progreso voluminoso de la construcción. El candidato americano, tan rotundamente suyo, lo tenía todo a simple vista para integrarse en Puerto Banús; incluido el baqueteado pelo rubio, que si bien no da para detener el paso del tiempo, sirve al menos para intentarlo con una promesa de la copla e irse a pacer guturalmente junto a toreros jubilados por los platós. Antes y después de emprender su viaje a la Casa Blanca, Trump arrastraba su atmósfera innegociable de casino, su casticismo agropop, un toque, un perfil difícilmente compatible con las exigencias de la diplomacia. Incluso también con los mejores lugares de la Costa del Sol, que frecuentó, como mínimo, en diferido, posando sus dedazos de patata de Idaho sobre la sombra juncal de Liz Taylor, de Ava Gadner, de la aristocracia yeyé.

En Marbella el líder republicano se comportó con los aires consabidos de chacal que definen a los de su grey; agarró un trozo de historia y lo desmontó pieza a pieza para trasladarlo a su cortijo abigarrado de pertenencias. Esta vez, y al contrario de sus predecesores, los que se movían por Andalucía con maletines, no se trató de un castillo ni de una basílica, sino de una pieza construida para moverse singularmente anclada en Puerto Banús y cuya asociación con el territorio era, para variar, perfectamente ignorada por el inversor: el yate de Khashoggi, toda una iglesia laica en los ochenta, hecha de culto al hedonismo y de las mejores iridiscencias que en esa época se daban en la Costa del Sol. Por el barco del controvertido saudí, entonces el más grande del mundo en su categoría, habían pasado en actitud felizmente dispersa la mayoría de los nombres de Hollywood y de las monarquías europeas que veraneaban en la provincia. Desde Jean-Paul Belmondo a la bella Liz. Hasta el punto de que el Nabila, que así apodó al yate, era principalmente ya una leyenda, con menciones en el cine -Nunca digas nunca jamás- y en la música, con la famosa canción de Queen.

Cuando Trump se interesó por el barco, indisociable del atraque en Marbella, muchos de sus conocidos confesaron lo que todo el mundo intuía: que el empresario no tenía sangre de marinero y que muy probablemente era, incluso, incapaz de soportar una noche en alta mar. Trump quería el Nabila por las mismas razones por las que ahora ambiciona la presidencia: simplemente por el placer primitivo de la acumulación y el parapente añadido de la suntuosidad. Cinco años antes le habría resultado más difícil la operación. Pero en 1986 Khashoggi había caído en desgracia y necesitaba algo de cash para salir de prisión. Su yate, timonel de la costa, fue malvendido al sultán de Brunei. Y de ahí, también por la vía de bajo coste, pasó rápidamente a las manos del tiburón neoyorkino. El empresario, pura adrenalina, no tuvo piedad. Y nada más recibirlo se dedicó a lo que tanto júbilo causa a los promotores embrutecidos y demás chambelanes de la administraciones: arrasar con todo lo que oliera a pasado. A Trump la colección de piscinas, suites y teatros del barco no le parecían suficientes. Y, además, se quejaba de un deterioro muy fino que bien podría haber servido como museo contemporáneo de Marbella, los agujeros de balas de champán que presentaba el techo del salón.

En el poco tiempo que perteneció al entramado de los Trump, el candidato hizo del Nabila un país de la transformación. El barco pasó a llamarse Trump Princess y trocó los fondeaderos de Málaga por Estados Unidos, sirviendo hasta de casino, que es un uso muy en consonancia con el espíritu del magnate, deletreado con cachetadas en los traseros y pompas de coñac. Las idas y venidas con el yate no acaparan, sin embargo, todo el mapa de conexiones del americano con la Costa del Sol. También está, de fondo, su primera mujer, la famosa Ivana, a la que muchos atribuyen un papel esencial en el despegue inmobiliario del gran fariseo de Nueva York. Hace apenas cinco años, cuando su exmarido y padre de sus hijos estaba sopesando la desafortunada idea de concurrir a las elecciones, la empresaria fue la gran invitada frustrada de la gala en Marbella de la ONG Children for Peace, fundada, por cierto, por la antigua esposa de Khashoggi. Ivana, además, coincidió en un crucero exclusivo con otra agitadora de la costa, Olivia Valère. A finales de los ochenta fue, y no es poco, un barco. Tapen con esmero los parques naturales, los museos y hasta la sima de Ronda en su tajo. Quién sabe si al cateto a babor de Norteamérica no le da por volver.