En el mundo anglosajón todavía se habla de sus ojos magnéticos, siempre con metáforas anchurosas, de las que se reservan para los asuntos de la patria y las mistificaciones violentas. No todos los días, ni siquiera en un país tan atolondradamente cursi como España, se le dice a un actor que tiene unos ojos penetrantes. Y mucho menos que es capaz, como sostenía el escritor Terence Pettigrew, de raspar con la mirada el esmalte de las cacerolas. Pasar de la metáfora fría, de la cerebral, a la que arrasa con todo y va dejándose por ahí hasta los cacharros, es situar al metaforizado en un grado de familiaridad escandaloso. Y más, si como es el caso, no hay ni rastro de interés ni de compensar alguna de las desventajas objetivas que se dan por la noche en el cortejo. A Donald Pleasence no le hacían falta los ojos para trabajar ni tampoco para recibir elogios, que le llovían por todas partes, pero una cosa llevaba a la otra, de manera que durante años, y también ahora, era imposible hablar de sus interpretaciones sin hacer mención a sus dos faros azules, a menudo ligados con un halo de terror y de suspense, como si fueran el complemento ideal de los papeles que le dieron fama universal, tal vez una cualidad de guión, una exigencia melodramática.

Aunque ya sobradamente conocido en el circuito teatral, Pleasence se hizo Pleasence gracias a sus ojos. Primero en películas como La gran evasión, y más tarde con personajes como el doctor Loomis del Halloween de John Carpenter o el villano de James Bond, al que daría prestaciones ampliamente imitadas en el futuro: el gato, la expresión artera, la calvicie. Atributos todos ellos muy repetidos. Y no sólo en películas como Austin Power. También en nuevos ámbitos del mal, como las tesoserías y las gerencias de urbanismo. Decir que Pleasence se vestía a partir de las pupilas no sería justo, pero sí que sus excelentes condiciones como actor se vieron amplificadas por un rasgo suntuario, capaz de redondear por sí mismo una actuación y dar colorido a su personalidad como hombre. El actor era, sin duda, el único famoso de la historia al que las gafas de sol servían de equipo integral de camuflaje. Podía pasar desapercibido así, sin echar mano a la gorra. Por más que esa no fuera casi nunca su intención. Menos aún en la Costa del Sol, donde el despiste monumental de la época hacía que un secundario de lujo e icono de la serie B pasara por todas partes sin ser molestado. Como mucho, despertando a su alrededor cierto parentesco misterioso, indescifrable sin la ayuda de una voz de doblador profunda como la de Constantino Romero.

En Fuengirola, el gran villano de James Bond vivió a cuerpo de rey. Curiosamente a menos de media hora de distancia de uno de los legendarios 007, el escocés Sean Connery. Una conexión que no es ni de lejos la única que envuelve la relación de Pleasence con la Costa del Sol. Especialmente, si se tiene en cuenta que Sólo se vive dos veces, la película en la que actuó, completó su rodaje en Torremolinos, con una escena de persecución que pasa por arte de magia y, sobre todo, de financiación, de un bosque japonés al campo -entonces todavía había campo- de la provincia. No fue nada de eso, de las vistas áreas, lo que convenció al actor para comprarse una villa en Calahonda. En los setenta, incluso en los ochenta, las playas de Málaga aún se vendían solas. Y si hubiera hecho falta algún tipo de recomendación al de los ojos hipnóticos no le faltaba quién le escribiera: desde sus primeros valedores en Nueva York, Laurence Olivier y Vivien Leigh a Carmen Sevilla, con la que coincidió en Llanes en la filmación de La loba y la paloma, de Gonzalo Suárez.

Donald Pleasence ejercía en la costa de turista residencial metido a hispanista. Disfrutaba del sol, almorzaba a menudo en el restaurante Pueblo López, aunque sin renunciar a algunas de las señas de identidad de los ingleses, que en su caso se daban con mayor naturalidad que en la mayoría de sus compatriotas. Pocos podían presumir de algo tan inglés como ser hijo de ferroviarios. Y de haber sido capaz de salir de un entorno industrial y deprimido para ser aclamado en los escenarios con obras de los mejores escritores de las islas. A su triunfo en Estados Unidos y su leyenda de actor de culto, Pleasence sumó éxitos en las tablas de Broadway y de Londres. Uno de los más sonados su papel de Davies en The Caretraker (El portero), del premio Nobel Harold Pinter, que le valió una de sus múltiples candidaturas a los premios Tonys. Su paso por Fuengirola todavía es evocado con cariño por algunos de sus paisanos, que, más avisados, apenas podían dar crédito a verle pasear tranquilamente por sus habitaciones. La querencia por la zona continuó con algunas de sus hijas, que saben moverse a la perfección por la costa de Málaga. Del intérprete de Shakespeare a los bebedores de pintas. Todo en una misma columna de ojos azules. En inferioridad de condiciones magnéticas y acuosas.