Cuando España era España (ahora no sé lo que es, porque su denominación es más enrevesada que la factura de la luz, y para estar en buena armonía con toda la tópica piel de toro, hay que decir poco más o menos que es un conglomerado de naciones, reinos, principados, regiones, países, comunidades autónomas, nacionalidades, cantones y entidades forales), cuando España era España, repito, nos permitíamos el lujazo de españolizar todo lo que nos rodeaba e incluso a los que nos cogen a trasmano, como Nueva Zelanda, que es la traducción española de New Zealand.

La españolización de los nombres geográficos, que se remonta a siglos atrás, se mantiene pese a las corrientes anglosajonas y de otras procedencias que convierten el verano en summer, el bollo de pan en baguette, la cerveza en birra, los cocineros en chef, las patatas fritas en chips, el agua de colonia en eau de toilette, el baloncesto en básquet y así hasta cientos o miles de atentados contra el idioma español que es más respetado en los países del centro y sur de América que en su lugar de nacimiento.

Los españoles, escribimos Londres, y no London; Inglaterra en lugar de England; Francia en vez de France€ Bélgica es para nosotros lo que para los belgas es Belgique, y Bruxelles, la pesadilla del Gobierno español de turno, nosotros la denominamos Bruselas. A ningún estudioso del turismo se le ocurre decir o escribir Sweden, que está muy bien para los suecos; escriben Suecia y Estocolmo en lugar de Stokholm. Y si vienen turistas de Alemania, aunque vivan en un país llamado Deutschland, dicen España. Holanda - Nederlanden u Holland- sigue siendo Holanda para los españoles. Ningún malagueño va a New Cork. El New lo convierte en Nueva. El salmón ahumado que consumimos viene de Noruega y a ningún cursi se le ocurre pedir un producto procedente de Norving.

¿Quieren más ejemplos? Pues hay una pimporrá de ellos (¡viva las palabras malagueñas!): Polonia es Polska; La Haya es De Haagen, Marruecos es Maroc; Dinamarca es la traducción española de Danmark; Irlanda, para los irlandeses es Ireland; gracias al Festival de Eurovisión nos enteramos que Chipre es Cyprus€

La Vuelta a Francia es el Tour, la de Italia, el Giro€ y las nuestra sigue siendo la Vuelta aunque algunos dicen la Güerta.

Pintamos poco

Ahora que pintamos poco, inmersos en un complejo de inferioridad totalmente injustificado, con independencia del partido que nos gobierne, caemos en la bajeza de modificar los nombres geográficos españoles para adoptar el de la segunda lengua -aunque sea oficial- de esos lugares. Para que nadie se enfade tenemos que convertir Gerona en Girona, La Coruña en A Coruña, Vitoria en Gasteiz, Lérida en Lleida, las Islas Baleares en Isles Balears, Alicante en Alacant, Ibiza en algo así como Eivissa€ Vamos, como para no ir.

Los políticos catalanes hacen declaraciones en catalán; pues muy bien, con su pan con tomate se lo coman, pero, por favor, que no se traduzcan lo que dicen en rótulos como en las películas no dobladas. Si quieren decirnos algo, que lo digan español. Los vascos, que tienen fama de recios, tercos, inflexibles€, son mucho más inteligentes que los otros porque cuando se dirigen al resto de España se expresan en español, porque si los hicieran en vascuence€ no se enteraría el resto de los españoles e incluso algunos vascos. No hace mucho se reunieron los ex lehendakaris y hablaron entre sí en€Lo ignoro.

Aunque nunca he tenido el gusto de oír en qué lengua hablan en reuniones políticos vascos, catalanes, valencianos, gallegos€, me da la impresión de que el idioma elegido es el castellano. Quizá en el futuro o «pretérito imperfecto» recurran a un traductor que facilite el entendimiento entre todos los dialogantes. Ya en el parlamento existe la figura del traductor para que traduzca las distintas lenguas oficiales lo que se chamulla en el hemiciclo.

El himno

Cuando redacto estas líneas me vienen a la memoria las grandes celebraciones futbolísticas -final de la Copa de campeones, Copa del Rey, encuentros internacionales de la Selección Española-; creo que deben tomarse las decisiones pertinentes para acabar con el bochornoso espectáculo de recibir el Himno de España con pitos, silbidos, insultos, rechazo y otras acciones que ponen en duda la educación de una parte de la población española y nuestras leyes vigentes. No hay que suspender el partido por los pitidos, ni multar al propietario del estadio elegido, ni trincar a los protestones uno a uno para mandarlos a la trena.

La solución, que podría adoptar el presidente de la Federación Española de Fútbol es muy sencilla: depende de él solito, que es el amo del cotarro pelotero.

Una vez elegido el estadio para una de esas finales o encuentros de la Selección Española, donde es preceptivo que se inicie el partido con la interpretación del himno nacional, la Federación, como responsable del evento, tiene que hacerse cargo de la cabina donde están instalados los medios de difusión del sonido, y encomendar a un propio -un técnico en el uso de las grabadoras, reproductoras y altavoces- para que después de los silbidos, los pateos y los insultos a lo que nos une a los españoles, cuando el árbitro previo silbato señale el comienzo del partido, el «propio» de la cabina vuelva a poner en funcionamiento la reproductora con el himno de España a todo volumen. Pero no los dos o tres minutos que dura la grabación, sino una, dos, tres€ hasta que los vándalos, homúnculos, antiespañoles y demás ralea se desgañiten y se queden roncos. Cuando cesen las protestas, se interrumpe la grabación; y si se reanudan los silbidos, otra vez el himno. Y si es necesario, hasta el final del encuentro, con exclusión de los diez minutos de descanso.

Muchos de los individuos antiespañoles, al abandonar el estadio, tendrían que acercarse a las farmacias abiertas para, previa consulta con el farmacéutico, comprar sin receta de la Seguridad Social el jarabe o potingue que le cure la ronquera. Es un medio de ayudar a la industria farmacéutica y de paso a las apotecas o boticas.