Me había prometido a mí mismo no volver a escribir sobre el tema de la colocación del poema Ciudad del Paraíso en el muro de subida de la Travesía del Pintor Nogales. Ni siquiera hablar de ello. Quería olvidar aquel sueño. Quería ser consciente de que esa ubicación no iba a ser ya nunca el inicio de una reconversión de las señas de identidad de Málaga. Abandonar la pretensión de que, a este, seguirían otros cantos y otros poetas. Fin de la historia. Poner los pies en el suelo y dejar de soñar, deslumbrado por el resplandor efímero de un atardecer en el puerto, contemplando la ciudad al pie del imponente monte. Han pasado tres años desde que lancé la idea, acogida muy favorablemente por todas las instituciones culturales de la ciudad y por la mayoría de la gente de la cultura, sin resultado ninguno hasta el momento, a pesar de que, tanto el alcalde personalmente, como la concejala de cultura de entonces, aceptaron gustosamente la idea con una esperanzadora diligencia. Tuvieron la gentileza de mostrarme el diseño que habían hecho los técnicos de la Gerencia de Urbanismo. Era algo bastante aceptable, a pesar de que el boceto indicara que el proyecto iba a realizarse en madera. Lo acepté gustoso con tal de que el tema no fuera dilatándose en el tiempo. Todos sabemos que la tradición mediterránea clásica establece que este tipo de homenajes se realizan en mármol, con la leyenda incisa en el mismo. Pero lo importante era sacar la idea adelante.

Entonces empezaron las inexplicables demoras, la incomprensible lentitud exasperante de la maquinaria burocrática española. El tiempo iba pasando lento, agotador, inexorable. No había noticias y, a pesar de que se libró una partida presupuestaria para su ejecución, esta nunca llego a acometerse. Y tiré la toalla, me rendí. Uno cree saber siempre cuando ha perdido. Decidí olvidarme del asunto. Y conmigo, todas las personas que habían mostrado su entusiasmo y su apoyo. Creo que la esperanza y hasta la ilusión se habían hecho evanescentes, como los héroes, que no desaparecen, sino que se desvanecen.

Pero, hoy, de pronto cambió el viento. Recibí a las siete de la mañana varios mensajes telefónicos, que me indicaban que Regina, siempre atenta, volvía a la carga en otro periódico de la ciudad. Y se me encendió una luz y decidí cambiar el tema de mi artículo dominguero. Abandoné temporalmente dos cuestiones que tenía dando vueltas en mi cabeza. Uno era el mundo inmigrante, sobre el que prometo incidir, siendo plenamente consciente del avispero en el que puedo entrar. Otro era la cuestión del desnortado mundo de la música en esta agotadora y sorda ciudad, que parece haber olvidado el título que le dio Manuel Machado. Tenía que volver a Pintor Nogales, a golpear de nuevo, una y otra vez, en la piedra, a no rendirme, a incidir incansable en esta historia interminable. Hasta conseguir que se haga realidad.

Gracias a Alfredo Tajan, tenía noticias de la existencia de una fotografía de aquellos años, que es la que encabeza estas líneas y que hemos conseguido gracias a la generosidad de Antonio Jiménez Millán, a quién desde aquí le envío mi agradecimiento emocionado. Es una imagen borrosa por el tiempo, pero de un extraordinario simbolismo y dotada de una carga simbólica realmente importante. Tomada posiblemente por José María Hinojosa, recoge exactamente el lugar en el que, algún día, se supone que se escribirá el poema. Desconozco si cualquier técnico municipal tenía conocimiento de la existencia de esta foto, aunque creo sinceramente que el motivo para elegir el lugar -no lugar- fue, según me explicaron en su día, la solución de terminar con el problema de la desnudez de aquel inmenso muro. Esta fotografía fue publicada en la revista La Révolution Surréaliste, con el título de Vue de Málaga, mientras Gala y Dalí zascandileaban elegantes, huesudos y blancos por Torremolinos, mostrando ella sus pechos al aire, en una irritante muestra de supremacismo, ignorante del hecho de que los míseros adolescentes pescadores llevaban dos mil años correteando desnudos por la playa. Y el chico de familia bien de la Caleta toma su cámara y hace una foto perfecta en su aparente simplicidad, de una farola que refleja su sombra quebrada en un muro de piedra. La sombra efímera sobre la realidad de la dureza pétrea. Surrealismo, o realismo puro, que anunciaba muerte y desolación, torrentes de sangre, el distanciamiento, la separación, el abandono entre amigos, uno y otro bando, la muerte de Lorca por los unos, la de Hinojosa por los otros, Alberti y Maria Teresa ejerciendo de falsos comisarios del pueblo desde un despacho del Prado, el exilio interior de Aleixandre, que se encierra en Velintonia, la que ahora se cae a pedazos, de nuevo gracias a los unos y a los otros. Todo eso y mucho más encierra esa bellísima e inteligente imagen, según creo interpretar, a la vez que demuestra, una vez más, la relevancia de esta ciudad en la génesis de los movimientos literarios de esa época, a pesar de que ella nunca ha creído en sí misma, ni en su historia.

No somos capaces de recuperar la cabeza de Mercedes Formica, o de construir una nueva, ni de ensalzar a la desgraciada catedral inconclusa, por culpa de unos y otros, con los versos equiláteros del soneto de Gerardo Diego «Naciste de la pura geometría€», ni de hacer de Málaga la referencia obligatoria e inequívoca de la Generación del 27. Estamos ocupados en otras cosas, muy importantes, sin duda, pero hay que atender a lo que parecen ser pequeñas cosas. Grandes avenidas, centros históricos saturados, hordas de turistas que no saben ni en qué ciudad se encuentran, ni les importa en el fondo, edificios emblemáticos, o pretendidamente icónicos, hay en todas partes. Y el problema es mundial. La despersonalización de las ciudades del siglo XXI es global. Por eso es muy importante, casi vital, recuperar las propias señas de identidad, ser nosotros mismos, no mimetizarnos hasta el punto de que todo sea igual y todo dé igual. La juventud de hoy en día solo aspira a cumplir unos supuestos cánones de conformación de su estética exterior, con el resultado de seres hermosos, pero todos absolutamente iguales unos a otros. Y cuando aparece uno diferente, estamos en presencia del otro, del no uniformado, del rebelde, del que quiere ser él, o ella misma. Y esa es la verdadera estética y casi la ética.

En estas estaba, cuando recordé que en 1960 se hizo un homenaje a Aleixandre, poniendo una lápida en la puerta de su casa paterna, en calle Córdoba, antes calle de Carlos de Haes. En pleno franquismo. El poeta no pudo asistir por sus achaques, o su salud, pero envió una carta que por sí sola vale todo un homenaje. Aquel grupo de personas hizo un precioso cuadernillo del acontecimiento, del que tengo un ejemplar, que ayer en una frenética búsqueda por el caos de mis libros, conseguí encontrar y que no me resisto a transcribir aquí. Escribe Aleixandre expresando su agradecimiento por el pequeño homenaje:

CARTA ABIERTA DEL POETA

«Quisiera con estas líneas enviar mi gratitud al Ayuntamiento de Málaga, a su alcalde, don Francisco García Grana, que tomaron la decisión de colocar un recuerdo, una lápida, en la casa donde yo viví y pasé toda mi niñez malagueña. A mis amigos Bernabé Fernández-Canivell, Alfonso Canales, María Victoria Atencia, Rafael León, José Ruiz Sánchez, Ángel Caffarena Such, Enrique Brinkmann, Antonio Gutiérrez, José Andrade y Luis López, que concibieron la iniciativa y al pueblo de Málaga, donde están y que para cada uno levanta la hermosísima verdad de su presencia incomparable.

La piedra luce ya en la fachada de la calle Córdoba, 6. Si yo no la he visto todavía, como un transeúnte más, porque mi salud este año está más baja de lo deseado, espero no tardando mucho poder viajar hasta ahí, pasar por delante y mirar hacia arriba, un poco todavía con los ojos del niño que pisó aquellas losas, día por día, durante tantos años. Lo mismo cuando iba al muelle de Heredia, a ver el mar, que cuando en dirección contraria corría hacia la Alameda, tomaba la calle Nueva y, atravesando la plaza, desembocaba en la calle Granada, donde le esperaba cada mañana el viejo colegio.

En Málaga abrí los ojos a la luz recordada. Yo no recuerdo otra luz primera que la de Málaga. Y en Málaga, bajo esa luz sin caída, aprendí a leer, que es otro modo de nacer al mundo. En Málaga amaneció mi conciencia y tuve el privilegio, yo, un hombre como los demás, de despertar a ella en una ciudad que, desde dentro y desde fuera, desde todas partes, he pensado siempre como la única ciudad del paraíso. He intentado decirlo con la voz que Málaga me ha dado -no tengo otra- cuando ya estaba lejos, sintiendo todavía su sombra, su luz: a la sombra del paraíso.

Vaya, pues, mi hondo reconocimiento a los hombres que he mencionado; y lo quisiera extender a Málaga toda. Y esto como un hijo, por amor, de la ciudad del paraíso.»

Vicente Aleixandre

Ahí queda eso. ¿De verdad, alguien ha escrito algo semejante sobre Málaga? ¿De verdad, que una madre se porta con un hijo con el desapego con que se portaría una mala madrastra? ¿De verdad un pretendido problema de partidas presupuestarias puede ser un impedimento para ser generosos, agradecidos, enamorados? ¿De verdad que ésta es la ciudad del paraíso? ¿Cabe la posibilidad de que Aleixandre, llevado por el amor ciego se equivocara? ¡Oh, ciudad no en la tierra!