Existe un determinado tipo de personas que por genética, por haber recibido un determinado tipo de formación, por la solidez de sus convicciones sin fanatismos, o por la fortaleza que ofrece la seguridad de defender una causa justa, desconocen el miedo y alzan su voz frente al poderoso, frente al dolor, o frente a una opinión generalmente aceptada como cierta, pero asentada sobre la mentira. Este viernes por la tarde en que redacto estas líneas, se me ocurren como ejemplos Rafa Nadal de acero y lágrimas, que hoy vuelve a ser número uno del mundo, frente al dolor que durante tantos años ha torturado su cuerpo. Y pienso en Elvira Roca Barea, que ha volado literalmente el edificio de la historiografía clásica, que siempre ha considerado a España como una deformación grotesca de la civilización occidental.

Conocí a Elvira hace no muchos años, gracias a Berta González de Vega -otra persona sin miedo a la que admiro como mujer y quiero como amiga- y desde el primer momento supe que estaba en presencia de alguien especial, de alguien que se enfrentaba, si era preciso, al lucero del alba, como decía mi abuela, una mujer aparentemente frágil, menuda, irreductible, inasequible al desaliento, indomable, tenaz, «blanda con las espigas y dura con las espuelas». Ella entró en mi vida y yo entré en la suya. Conocí a Ramón, su pacientísimo y doctísimo esposo, que ha aceptado en la vida el papel que le ha tocado de apoyo y sostén, consciente de que el sacrificio era imprescindible para que Elvira sacara adelante el propósito de su vida: abrir ventanas, derribar falsos ídolos, abatir los muros y ventilar el aire pesado y gris de una Historia de España falsa por falsificada, tergiversada, incluso inventada y fementida.

Puedo dar fe del esfuerzo y el trabajo incansable de Elvira, porque lo he visto y vivido. Como las grandes mujeres de nuestras vidas, como nuestras madres, si no se puede dormir, no se duerme, pero esto hay que hacerlo, porque mi conciencia y mi convicción me ordenan cumplir lo que considero un deber absolutamente inexcusable. Y así educa a sus hijos. Esa es su forma de ser, de pensar y de sentir. Levantarse a las cinco de la mañana para escribir hasta las siete en que se levantan los niños y empieza la vida de familia. Y no abandonar el papel de madre y esposa. Y comer juntos a mediodía y dormir en casa siempre que la predicación no se lo impida. Y viajar y escribir y estudiar y seguir siendo maestra, a pesar de la excedencia, en el sentido más puro del término y dormir cinco horas y volver a empezar, sin rutina, con fe y seguridad de estar haciendo lo que hay que hacer, y hasta con alegría y dar conferencias y ruedas de prensa y escribir, escribir, escribir y hablar - lo que ella llama predicar- y trenes y aviones a lo largo y ancho de España a la que ama desesperadamente, o de Europa, con la que siempre hay que mantener una relación amistosa pero en guardia, o en Hispanoamérica, la otra España, «que huele a caña, tabaco y brea». Elvira no conoce el descanso, ni el hastío, ni el hartazgo. Poco después de conocernos, le ofrecí y aceptó unas llaves de mi despacho para que escribiera cuando quisiera, a la hora que fuera y el día que mejor prefiriera, para que pudiera descansar por las noches. Cuando llegábamos por la mañana, ya estaba allí escribiendo en sus grandes cuadernos azules y nos explicaba lo que había sido la Conspiración de los Gatos, tramada por el embajador francés en Madrid, Harcourt, para derribar a la dinastía Austria, dividir el Imperio Español e instaurar a los Borbones. Después se encerraba otra vez en la sala de juntas y continuaba, hasta que salía y comentaba otro tema. Y la mañana amablemente transcurría entre Madrid, Viena y Paris.

He asistido con ella a muchos actos, conferencias, reuniones y cenas en las que personas de muy alto rango, desde el Rey Felipe VI hasta grandes empresarios, políticos, historiadores, incluido el maestro John Elliot, o periodistas de relumbrón, han inclinado el gesto en ademan de escuchar atentamente lo último que su fértil cerebro axárquico acababa de alumbrar. Y junto a esos personajes, jóvenes marxistas enamorados de España -se pueden querer dos mujeres a la vez y no estar loco- preguntarle ante un auditorio abarrotado en la Mutua Madrileña, «¿cuándo se jodió España?», remedando a Vargas Llosa con el Perú y contestar Elvira «¿y quién te ha dicho a ti que España se ha jodido alguna vez?», provocando una ovación atronadora. Y la he visto aclamada en el Parlamento Europeo, en la gótica humedad bruselense, cuando pregonaba la grandeza imperial y explicaba a los parlamentarios europeos que las guerras de Flandes habían sido guerras civiles, que la Leyenda Negra no era sino el producto de cinco siglos de fake news y presentaba al genetista belga Maarten Larmuseau, quien a su vez demostraba científicamente, que la creencia belga de que todos sus habitantes de pelo y ojos brunos eran descendientes de mujeres violadas por españoles de los Tercios, era radicalmente falsa. Con el resultado, que el señor Larmuseau nos contaba tristemente, de que su abuela había dejado de hablarle, porque él había destruido todo lo que le enseñaron en la escuela. Esto es Europa en el siglo XXI, en la culta, pretendidamente liberal y absurdamente católico/musulmana Bruselas. Porque la sinrazón y el disparate del supremacismo buenista no han terminado, ni con nosotros terminarán.

Elvira Roca está llevando a cabo una obra colosal, que ha conseguido que adolescentes de diecisiete años y jóvenes de treinta y cinco, compartan apasionadamente podcast de Historia de España, ha provocado un revulsivo en las gentes de esta nación, que empiezan a sentir que es hermoso ser españoles y, sobre todo, ha conseguido que la inquina y la envidia de algún dizque ideólogo pasen sin pena, ni gloria.

Perdona, Elvira, no haberte dicho que este domingo iba a escribir sobre ti. Espero que no te parezca exagerado, o incorrecto. Los dos somos versos sueltos. Pero tú vuelas alto libre y sola, como las gaviotas.