Periodista, monárquico, conservador, gastrónomo, 'bon vivant', firme defensor del mariscal Petain pero también exprisionero de los nazis que facilitó la huida al Norte de África a miles de compatriotas, además de un escritor cargado de ironía y un rendido admirador de Málaga.

Todos estos matices de la vida profesional y de la personalidad de Simon Arbellot (1897-1965) pueden apreciarse en 'Agua de Vichy, Vino de Málaga', las memorias de quien fuera cónsul general de la Francia de Vichy en Málaga durante un breve periodo (1943-1944), en plena posguerra.

La obra, publicada originalmente en Francia en 1952, acaba de ser publicada en español por la Fundación Unicaja, gracias al trabajo de los profesores Andrés Arenas y Enrique Girón, que la han traducido y editado.

«Un señor del régimen de Vichy la verdad es que no estaba muy bien visto, pero nosotros no tenemos por qué secundar las opiniones de las personas que traducimos, aparte de que es alguien que estuvo en contra de los alemanes y ayudó a judíos y a franceses de De Gaulle. Era un periodista, no un político», explica Enrique Girón.

El traductor ha sido compañero de Andrés Arenas en el Instituto Gaona desde los 80, donde han enseñado inglés. De sus (cuatro) manos han salido también traducciones como 'Un cortijo en Málaga', de su amiga común Marjorie Grice-Hutchinson o 'Mi casa de Málaga', del escocés sir Peter Chalmers-Mitchell, testigo de la Guerra Civil en Málaga.

«El libro de Arbellot lo tradujimos hace diez años y estuvo guardado en un cajón. La verdad es que se ha escrito mucho sobre la Guerra Civil pero no demasiado sobre la posguerra, aunque la de este cónsul sea una visión parcial», apunta Enrique Girón.

El periodista Simon Arbellot de Vacqueur, que pasó por las redacciones de 'Le Figaro' y 'Le Temps', era en la Francia de Vichy -la colaboracionista con la Alemania de Hitler- director de prensa del Ministerio de Información.

En 1943 se ofrece a ocupar el cargo de cónsul general de Málaga, Jaén, Granada y Almería (con sede en Málaga), ante la deserción del anterior cónsul. Como explica Arbellot en estas memorias, hablaba español «como en los buenos tiempos de mi juventud y del bachillerato», además de tener tanto aprecio por Málaga como el propio mariscal Petain, de quien escribe que «conocía Málaga y se acordaba sobre todo de sus flores espléndidas y de su moscatel incomparable».

Arbellot se irá a vivir con su mujer al consulado francés, Villa Lucía, un hotelito de La Caleta alquilado a la familia Van Dulken que estaba junto al actual Hotel Las Vegas.

Por cierto que uno de sus primeros hallazgos, en el desván del consulado, será el busto de Marianne, la representación de la República, con los labios pintarrajeados, una travesura infantil del hijo del cónsul anterior.

Y aunque 'Agua de Vichy, Vino de Málaga' pase de puntillas por la pobreza de la época, que apenas sale retratada, y no mencione por razones obvias la represión política de Franco, es una ventana a la sociedad dirigente de su tiempo, a personalidades de la cultura española y malagueña. A este respecto, la casualidad quiere que el cónsul francés se estrene en el cargo coincidiendo con una visita de Franco a Málaga.

Chanzas y chistes

De los ecos de la II Guerra Mundial entre los malagueños es testigo de que «la mayoría de la gente, aunque no siente un cariño excesivo por Inglaterra, cree en su victoria», mientras «solo Italia es blanco de todo tipo de chanzas y chistes, al recordar la desbandada de los ejércitos de Mussolini corriendo por los campos de Guadalajara».

Para Enrique Girón, Simon Arbellot «es un cónsul que se rodea de cónsules, vive en La Caleta, está en una burbuja, pero también está con los gitanos, se emborracha con ellos, es un 'bon vivant', un vividor».

Además, es un escritor agudo que no evitará lanzar pullas a las altas esferas diplomáticas que frecuenta en su país. A este respecto, en la presentación del libro esta semana el vicepresidente de la Fundación Unicaja, Mariano Vergara, comentó que Simon Arbellot «tiene una vena irónica constante, se ríe descaradamente de la gente del Quai D´Orsay y se integra perfectamente en la sociedad malagueña».

Un ejemplo es que, de la mano de Ángeles Rubio Argüelles, conocerá a fondo la Semana Santa de Málaga, que retrata con verdadera emoción después de no perderse un detalle: «Veinticinco cofradías, cuarenta y cuatro tronos de oro resplandeciente, de flores y de luz, seis noches de procesiones ininterrumpidas, una ciudad enfervorizada donde se escuchan, a la caída de la tarde, rezos, cantos y risas: tal fue aquel increíble espectáculo». Arbellot fue nombrado hermano honorario de la Cofradía de Zamarrilla.

Los refugiados franceses

Pero sin duda, el dato más valioso de libro es el poco conocido de que Málaga fue el puerto principal de embarque para trasladar a unos 10.000 refugiados franceses, evadidos de su país, para incorporarse en su mayoría a las fuerzas de De Gaulle en Marruecos.

Gracias a un acuerdo entre los gobiernos inglés y español, los franceses retenidos en un campo de concentración en Miranda de Ebro pasaron a Málaga, donde fueron agrupados en la plaza de toros de La Malagueta antes de cruzar el Estrecho.

Lo curioso es que, pese a que no respaldaban precisamente a la Francia de Vichy, Simon Arbellot les prestó todo el apoyo posible, desde dinero de su bolsillo a pasar las cartas para sus familias por valija diplomática.

«En cuanto mis visitantes se enteraban de que antes de ocupar este puesto yo había sido, como tantos otros, prisionero de guerra en Alemania, entonces ya no me cuestionaban», escribe de quienes acudían a visitarlo al consulado, «la única casa de Málaga sobre la que ondeaba al viento la bandera francesa». Por este papel fue conocido por sus compatriotas como «el cónsul de los disidentes».

Simon Arbellot, que publicaría numerosos libros como experto gastronómico, frecuentaba el restaurante La Alegría y la Casa de Guardia y disfrutaba del vino de Málaga con la correspondiente tapa, «que puede ser una gamba, un poco de paella, riñones al jerez, una sardina, una lasca de queso o cualquier otra cosa».

En sus memorias aparecen también las figuras de los obispos de Málaga Balbino Santos Olivera y Ángel Herrera Oria, a los que admira, al primero sobre todo por su basta cultura y al segundo porque «recuerda a la gente acomodada que existen personas necesitadas y que pasan hambre».

En 1944, tras 16 meses en el cargo, las tornas políticas cambian y es cesado. Sin embargo, permanecería en Málaga, con algunas escapadas a Francia, hasta 1947. Su denodada ayuda a los refugiados franceses le salvó de un destino aciago como parte del régimen de Vichy.