Benjamín tenía entonces 16 años y empezó «como todo el mundo», supone. Primero dejó de desayunar, continuó espaciando y disminuyendo las comidas para continuar haciendo ejercicio de forma excesiva.

Él mismo se sorprende al recordar aquellos días en los que acudía al gimnasio sin «nada en el cuerpo». Después, una tarde completa de clases, en las que tampoco ingería nada, para acabar llegando la noche y dándose un atracón de comida. «Me sorprende la facilidad con la que se banaliza la palabra. La definición lleva consigo un trasfondo que conlleva una sensación de ansiedad y culpabilidad», explica. En su rutina, entonces, eran muy habituales. Pasaron dos años en los que Benjamín no fue, o no quiso, ser consciente de los trastornos que se estaban sucediendo en su alimentación. El joven relata cómo la situación se agravó cuando comenzó la carrera, puesto que tenía que acudir a clase por las tardes y comía todos los días solos. De este modo, la costumbre de comer juntos en familia pasó a ser solo cosa de fines de semana y, por consiguiente, no tenía ningún tipo de control sobre cuándo o cuánto comía.

A sus 21 años, Benjamín demuestra una madurez admirable al hablar de su TCA. Confiesa, del mismo modo, que el trasfondo de su trastorno radicaba en una insatisfacción personal: «Buscas que sea tu cuerpo el que te guste pero realmente quieres que te guste lo de dentro».

Los años pasaron y sus malos hábitos alimenticios hicieron mella en su salud física y psicológica. Su concentración y su humor empezaron a verse afectados: «Queramos o no, la comida influye en cómo se comporta nuestro cerebro». Ese año pasó limpio y no sabe cómo:

«¿Qué tipo de trastorno alimenticio tienes, Ben?» el golpe con la realidad llegó justo en el momento indicado. A los 19 años, un compañero de clase le formula esta pregunta a Benjamín y el joven comienza a percatarse de la gravedad de la situación.

«Que te lo diga alguien de fuera quiere decir que de verdad está pasando algo. Contacté con ADANER y comencé a ir a terapia», relata el joven. A su corta edad, Benjamín estuvo un mes acudiendo a estas sesiones. El miedo por preocupar a su familia era tal que tardó más de 30 días en confesarles que padecía un trastorno alimentario y estaba recibiendo ayuda psicológica. «No los quería preocupar hasta que no estuviera seguro de que realmente padecía un TCA».

Las primeras sesiones ahondaron en la búsqueda del origen del trastorno. Después, con las sesiones nutricionales, llegó la reintroducción de las comidas que Benjamín había ido eliminando de su dieta. «El poder comer de forma tranquila, sin pensar en el peso, con eso llegó el cambio de chip», relata Benjamín.

A día de hoy, el joven sigue yendo a terapia. El cambio que ha experimentado le hace mirar hacia atrás y asombrarse por la calidad de vida que ha ganado. «Me ha costado mucho, pensé que no saldría nunca, que la comida iba a controlar siempre mi vida», confiesa.

Benjamín es consciente del camino que le queda por andar y asegura estar dispuesto a poner todo de su parte para ello. El joven está realmente concienciado y dispuesto a poner punto y final a la historia de su trastorno de la conducta alimentaria.