Los símbolos son eso, símbolos, representaciones más o menos estilizadas de cosas, de modo que la pervivencia hasta hoy de los símbolos franquistas que entenebrecen calles, plazas y edificios públicos de España, es tanto más denigrante por cuanto revela la pervivencia del propio franquismo. No se trata, pues, de mobiliario residual o de arquitectura efímera en la que nadie repara pues la escoba del tiempo barrió lo que representan, sino estandarte vivo de lo que, desde el fondo de las conciencias hasta las sentinas de la Administración, continúa, de alguna manera, vigente.

La Transición, como operación de supervivencia del régimen franquista que fue, como marco de adecuación cosmética de su aparato a una democracia sui géneris, puso buen cuidado en no remover esos símbolos representativos del brutal escarmiento que la plutocracia propinó al pueblo español por su afán republicano de ser el protagonista de su destino. Tan buen cuidado puso que hoy, treinta y cuatro años después de la muerte del sátrapa, no sólo siguen recordando esos lúgubres símbolos las consecuencias del último intento democrático, civilizado y pacífico de emancipación, sino que donde más lo recuerdan es, para pasmo general, en los cuarteles y en las dependencias militares, donde permanecen incólumes allí donde se erigieron centenares de escudos, vidrieras, cerámicas, estatuas y placas que honran la memoria de quienes, encargados de la defensa de la sociedad ante una agresión exterior, volvieron sus armas contra ella.

Pero tan firme es, al parecer, el anclaje de esos símbolos en esas dependencias, tan profundos sus cimientos, que los mandos encargados de informar al ministerio de Defensa de la viabilidad de su desmantelamiento, sólo ven posible o recomendable hacerlo en unas pocas decenas de casos. Así, los símbolos de lo que sólo convendría conservar en la memoria, para no olvidar sus horrores, se exhiben al exterior vivificando lo que representan.