Descontadas las que proporcionan los seres queridos, las mejores horas se las debo a los autores de tebeos, películas de cine, series de televisión, novelas, cuentos, música, teatro… Respeto mucho a los creadores que me gustan. Siento menos afecto por sus editores, distribuidores, industria en general, porque noto que vienen a sacarme más dinero del que quisiera pagar. Algunos son respetables pero otros están en el límite del delito y no, señor catedrático de economía, no son los que mueven el mundo: a veces sólo organizan el tráfico a favor de sus mercancías y con atropellos. Pero no es eso lo que toca discutir hoy.

No hay que mitificar a los artistas. Hacen admirablemente cosas distintas pero son como los demás: necesitan comer tres veces al día y, a partir de una edad, su compromiso con la creación deben compatibilizarlo con otros –más prosaicos pero que ayudan a la completud– como vivir bajo techo, crear una familia o dos...

Los que tenemos algún gusto minoritario hemos visto cómo la falta de público desalentaba a creadores talentosos y los conducía a otras disciplinas más alimenticias. Lástima para ellos como creadores y para nosotros como degustadores. Los defensores del mercado disfrutan con ese darwinismo. Son partidarios de que el genio muera de hambre en favor de su necesidad expresiva, de que los que no sepan cómo triunfar se acomoden como puedan y de que los cadáveres den épica al conjunto de los creadores reconocidos.

La creación hay que pagarla. Un mundo de genios recompensados y de creadores que cobren bien es mejor. En los productos populares muchas pequeñas cantidades mantienen al creador. A muchos, la industria les robó su parte en los beneficios como ahora hacen tantos consumidores que, sencillamente, no pagan nunca nada, ni siquiera por lo que disfrutan. Al final el efecto de devastación da igual que venga por los viejos depredadores de la industria que de los nuevos del consumo.