Según François Truffaut, Alfred Hitchcok aseguraba que "en algunos casos el ´happy end´ no es necesario si se tiene al público bien dominado". Seguro que lo decía con el alivio del que se libera de algo que le resulta incómodo. Y demostró que no tuvo problemas para eliminar el algunas veces engorroso final feliz. Tenía razón el creador de obras maestras como Psicosis o Los Pájaros.

No es difícil suponer que los instintos creativos de Hitchcock más de una vez tuvieron que rebelarse ante situaciones que el cine clásico había impuesto y posteriormente consagrado y que van contra la corriente de la realidad. El manifiestamente irreal final feliz en el que los buenos siempre triunfan y los malos son derrotados.

También en el crack del 29 hubo mucha gente que creían ciegamente en el "happy end". Lo cuenta magistralmente John K. Galbraith en su historia de aquella catástrofe. "En Wall Street, como en cualquier otra parte, existe muy enraizada una fe inquebrantable en el poder de los encantamientos."

Según Galbraith fue en 1928 cuando "la escapada en masa al mundo de lo irreal – componente fundamental de la verdadera orgía especulativa – comenzó en serio. Pero aún fue necesario tranquilizar a quienes requerían tener algún contacto – aunque fuera débil – con la realidad". No todos creían en el "happy end" de la aventura especulativa a la que se había lanzado la sociedad norteamericana. Como el banquero Paul Warburg, que temía que aquella orgía podía terminar en un "desastroso hundimiento y colapso del mercado". Hitchcok hubiera estado de acuerdo. No sólo por la saludable desconfianza y el realismo de Warburg. Un final feliz ante aquella barbaridad era estéticamente insostenible.

Recientemente he visto un programa en la BBC sobre los "ghost estates" de Irlanda. Las urbanizaciones fantasmas de casas destinadas a la inversión especulativa. Casas que no valen ahora ni la mitad de lo que pagaron sus compradores, cazados en la red de las hipotecas. Era un escenario que Hitchcock hubiera apreciado. Bajo un cielo amenazador, calles y calles de viviendas donde nadie vivía. No había gente. No había luces. Ni siquiera había un cubo de basura o la bicicleta de un niño. Como aquellos insectos encapsulados en la prisión dorada de una gota de ámbar.

Bruce Chatwin decía que Santa Sofía en Estambul era un templo creado para la divinidad. No para sus agentes en la tierra, como los rascacielos de Manhattan. Por eso es un monumento hermoso y trágico al mismo tiempo. Desde el saqueo de Constantinopla por los cruzados el "happy end" del Imperio Romano de Oriente era simplemente imposible. Pero eso no les preocupaba.

Es obvio que las imágenes de un poder absoluto sirven sobre todo para dominar a los posibles creyentes. Como la de Lucifer agazapado en un ábside bizantino o las sombras amenazadoras de Hitchcock en la pantalla de un cine. Sin olvidar los gráficos de las cifras del paro o el goteo en rojo de las cotizaciones bursátiles en un ominoso telediario. Pues sí. Los perversos suelen triunfar. Por lo tanto no hay un "happy end".