El volumen de información atenúa la capacidad de indignación, la transparencia absoluta contribuye a la narcotización por indiferencia. Tampoco ayuda la saturación de víctimas, que siembra escepticismo ante la imposibilidad de analizar cada caso, y que desemboca en la fatiga de la compasión. Ante la suma de invitaciones al distanciamiento y la elevación del umbral de atrocidad, un acontecimiento individual requiere de una energía de convicción sobrenatural, para provocar escalofríos sin necesitar la banda sonora de los aullidos futbolísticos. Así ocurre con la condena a morir lapidada que ha recaído en la iraní Sakineh Mohammadi Ashtiani. Apedreada por haber cometido adulterio, la pena de muerte del culebrón.

La lapidación encaja exquisitamente con la ley islámica, según ha dictaminado el ministro de Asuntos Exteriores iraní –el varón Manucher Mottaki, una mujer no podría acceder a ese cargo–. La engañosa fraternidad tecnológica presupone el imperio de la ley de comunicación universal, un auténtico ius gentium. Por lo visto, la conexión infinita es compatible con el respeto escrupuloso de los Derechos Inhumanos que reclama Teherán y que, en un alarde de conciliación, propone un ahorcamiento como solución de compromiso para condenar un incidente cuyo ámbito es el cotilleo de los íntimos. El Occidente contemplativo paga la factura del célebre manifiesto de Bernard Kouchner. Según el jefe de la diplomacia de Sarkozy, «no se puede gobernar sólo con los Derechos Humanos». Así en la economía como en la política, el engorroso ser humano es condenado a un segundo plano.

Para entender la aplicación de los Derechos Inhumanos a Ashtiani, procede la mínima inmersión en Irán que supone la visión de la película A propósito de Elly, actualmente en cartelera. Entre Hitchcock y Buñuel, la trama describe el pánico que cunde en un grupo de matrimonios adultos, porque han incorporado a una inocente escapada de fin de semana a una mujer ¡que estaba comprometida! Su vida peligra, por cometer tamaña ignominia. Mientras se debate la frontera de las singularidades étnicas y éticas, el ideólogo musulmán Tariq Ramadán propone desde la civilizada Suiza una moratoria en las lapidaciones, una feliz síntesis del sarcasmo que se entiende como Islam progresista. El intelectual escamotea cuidadosamente la supresión del ritual bárbaro, por si las mujeres incurren en la tentación de tomarse el adulterio por su mano.

El ministro iraní también propone un «amplio debate» –por algo encabeza los sectores más mesurados del régimen– sobre el protocolo del enterramiento en piedras de una mujer, mientras es agasajado en foros globales. Internet no tiene por qué retrasar el camino expedito hacia la Edad Media. La burla de la lapidación que introducen los Monty Python en La vida de Brian sería hoy desaconsejada en los foros progresistas, porque ofendería innecesariamente a los islamistas lapidadores. El desistimiento occidental agrava la tragedia personal de Ashtiani, que desde la inminencia de su ejecución interpela a los defensores de la neutralidad del burka, niqab y demás mortajas. Si el arsenal de veladuras es opcional, ¿por qué lo asumen todas las mujeres de Irán? Es una extraña unanimidad, para no tratarse de una imposición.

Hasta Sexo en Nueva York 2 –con el contagioso desafío de la voluptuosa Kim Cattrall a un grupo de islamistas– muestra más coraje que Occidente en la defensa de los derechos humanos de la mujer en los países musulmanes. Llevando al límite la tentación de desligar el símbolo de lo simbolizado, la cruz gamada no tendría relación alguna con el Holocausto. Por fortuna, la disidencia interna surge de las fuentes más contradictorias. La casualidad acentuada por los años me ha llevado a entrevistar a dos mujeres iraníes de cierto rango, Shirin Ebadi y Farah Diba. Tanto la abogada premiada con el Nobel de la Paz por su oposición al régimen como la emperatriz denunciaban expresamente el desprecio a la condición femenina por parte de los ayatolás. La primera tuerce el gesto al mencionarle a la segunda, sólo coinciden en denunciar una legislación que condena a Ashtiani a la lapidación, por incurrir en el atrevimiento de creerse con algún derecho sobre su propio cuerpo. De momento, esa presunción ya le ha costado 99 latigazos.