Como tantos otros miembros fallidos de mi generación, acuso una tendencia irrefrenable a la parálisis. Mi única noción del movimiento, a exepción de algunos excesos motivados por una excitación súbita y vaporosa, es la ausencia del movimiento. La vida siempre resulta a la postre y al principio un formato experimental, pero los de mi camada, la primera de la nueva etapa de la democracia, sentimos la condición de laboratorio de un modo doblemente abrasivo. Admiro profundamente a algunos de mis coetáneos que, contra todo pronóstico, se resuelven en titanes y en lugar de entregarse dócilmente al consumo de ansiolíticos, que sería lo razonable, consiguen, cumplir con el ritual de salir con ligereza a la calle y comprarse, incluso, una casa.

Nada de esto es nuevo. Responde más bien a un síndrome radicalmente europeo. El peso de la historia, con sus torsiones y razonamientos hercúleos, aposentado como un mosquito de plomo en el sintagma casi siempre tibio y a medio camino de las rodillas. Todo esto se parece demasiado a la terapia que prodigan los apologetas del legítimisimo 0,7, siempre dispuestos a recordarte, en los momentos de mayor desolación, que en África lo pasan mucho peor y que los problemas de la conciencia son de una frivolidad primermundista y retozona altamente repugnante. Una obviedad que, al menos en mi caso, no consigue hacerme sentir menos triste, sino más culpable. Mi generación tiene como padres a auténticos héroes que actualmente beben cerveza y comen como cosacos, pero que en su día fueron capaces de sobreponerse a las circunstancias, trabajar afanosamente desde la niñez y pagarse una carrera sazonada con los intentos de homicidio del señor que inauguraba pantanos y su turba de estadistas y maleantes. Demasiado para que la culpa, robustecida por siglos de estética y retórica Antiguo Testamento, te permita sentirte orgulloso de coincidir en el inventario de tribulaciones con tipos que en la mayoría de los casos contaban con la generosa paga de una condesa o el usufructo de una herencia inacabable y se dedicaban a la metafísica en el mismo momento en el que los portadores de tus genes se partían el lomo en una zanja. Los domingos, casi siempre libres de servidumbres y morosamente cabizbajos, suelo sentarme en una mecedora y encabritarme como una mala bestia cuando el poema deja de parecerse a un poema y adquiere el tono inconfundible de una enredadera o de una hoja de papel a duras penas capacitada para aliviar la carga de mucosidad de una cortesana del siglo XV o de una azafata de Air Comet. Pienso entonces en la cantidad de enredos y salvaguardas que la historia ha tenido la amabilidad de convocar para que yo ponga de vuelta y media a mis rodillas en la búsqueda de un olor o de una palabra. Las espaldas más honestas de la tierra expuestas a la dureza del olivar, un segoviano con la pierna herida y amenazado de manera nada sibilina con la posibilidad de la cárcel y el exilio, un genio con una barbería que jamás pudo dedicarse a la mecánica y cantaba los goles del Atleti, una mujer deliciosa y lor quiana que fue huérfana dos veces para acabar engendrando a una mujer infinita, un minero acorazado en una mina. El bisabuelo nunca fue chileno, pero pasó más de cincuenta días con sus compañeros en un agujero de la frontera entre Andalucía y Extremadura para decirle al patrón que ya estaba bien de sacarle la sangre a precio de levadura. Los amotinados tenían mujeres y éstas se confabularon para burlar a la guardia y enviarles comida a través de un conducto. No eran algarrobas, sino chorizos y morcillas. Mi bisabuelo emergió triunfante e imperial, redondo como Buda. Sus dientes marcan todavía el sabor de mi generación y de la longaniza.