El político mejor valorado de España, Josep Antoni Duran Lleida, se ha mostrado favorable al retorno de los uniformes y de las tarimas a las escuelas. El debate de las tarimas lo abrió el gobierno regional de Madrid y el de los uniformes lo ha puesto sobre la mesa el nuevo gobierno catalán. Ante este tipo de propuestas, la respuesta de asociaciones de padres y de maestros suele ser la misma: las consideran cortinas de humo para disimular los verdaderos problemas del sector, que comienzan por la mala financiación. Más aún con la política de recortes que nos sacude, y que las autonomías son las encargadas de hacer llegar a las escuelas. Pero si prestamos atención comprenderemos que el uniforme y la tarima se integran perfectamente en un esfuerzo por reducir el gasto educativo, ya que ambas medidas pueden contribuir a conseguir unas aulas mucho más tranquilas y disciplinadas con mucho menos profesorado.

Mi primera clase en la escuela primaria, hace medio siglo, contenía más de sesenta alumnos con bata, y el profesor se paseaba por una tarima que entonces me parecía altísima. Desde aquellas elevaciones, con un solo vistazo controlaba hasta la última fila, y no se le escapaba ningún atisbo de desatención (que era inmediatamente corregido con la palmeta). La bata, además de proteger al jersey de las manchas de tinta, nos ayudaba a asumir nuestra condición de rebaño obediente: los instructores militares conocen bien el efecto del uniforme sobre la personalidad de quien lo lleva. Todos a rayas y estrictamente vigilados: así un solo maestro controlaba a sesenta alumnos e incluso más, y no la veintena que actualmente ya nos parecen excesivos.

Tarima y uniformes, y más cosas: libros más simples y baratos, nada de ordenadores, tablas de multiplicar y ríos de la península, dictados de ortografía, problemas de álgebra sin calculadora, coscorrón contra la distracción, sin recreo al primer aviso, el segundo baja la nota y al tercero llaman a los padres. Los suspensos se pagan en verano, estudiando para septiembre, y los fracasos terminan muy mal. Al principio de cada curso se habla de alumnos expulsados por mala conducta que acabaron en la cárcel. Con este modelo, que ha sido el vigente durante muchas décadas, se pueden meter sesenta escolares asustados y silenciosos en cada aula, y nos ahorraremos dos tercios del profesorado y la mitad de los otros gastos, con el correspondiente alivio del terrible déficit público. Y quizás los muchachos saldrían igual de espabilados que el político mejor valorado de España.