Da la impresión de que el Festival de Málaga de cine español, ese que supuestamente es uno de los grandes orgullos de la ciudad, se precipita lentamente a golpe de edición. Este año, las cifras acusan de una pérdida de cerca de 3.000 espectadores en comparación con el año pasado. Un total de 55.700 según los últimos datos. Desde la organización del certamen acusan de que los asistentes con entradas en la edición de este año superaron en 6.200 a los contabilizados en el año anterior (37.700), aunque sinceramente eso no hace que la valoración del balance sea positiva, ni mucho menos. Me explico: por la comprensiva causa de la crisis se ha ido acortando presupuesto, número de pases de las películas, salas en las que proyectarlas y por supuesto calidad de las cintas que se presentan a concurso, así como de los actos paralelos. El festival, en otras palabras, se encoge, y eso se nota tanto en el glamour que alumbran los focos como en la expectación popular.

Sí, como siempre ha habido fans a las puertas del Málaga Palacio y rodeando al Teatro Cervantes, ávidas de un autógrafo, de robarle un beso a Mario Casas o a Hugo Silva, y de perseguir a sus estrellas del cine español por la calle Larios. Eso siempre ha habido y siempre habrá. Un acto de este estilo sin «aborrescentes» (adolescentes) con ganas de armarla no se concibe. Pero esta edición no ha sido mejor que la anterior, ni ésta de su predecesora, y así sucesivamente.

Es bastante triste que tras catorce ediciones sigamos viendo a un Fernando Tejero que como siga viniendo le vamos a tener que levantar una calle o hacerle hijo adoptivo o algo así. Por ahí fue diciendo que anda algo cansado de tanto Festival de Málaga. Al igual que Paco León, que tras pasar una de las alfombras rojas en donde las «aborrescentes» suplicaban por un autógrafo, le comentó a viva voz a la Lore (Ana María Polvorosa) que «todo los años es lo mismo». «El año que viene me traigo caramelos y reparto como si fuera una cabalgata», comentó con algo de sarcasmo el Luisma. Sinceramente no les culpo, es la misma canción, los sospechosos habituales, año tras año, sin que el certamen sea algo más que una plataforma de promoción para aquellas películas que no tienen ni tanto tirón ni tanto presupuesto como Torrente, por ejemplo.

No me voy a meter en el debate de la crisis del cine español, esa que tanto les gusta a los que trabajan en el sector y porque aquí no corresponde. No se trata de una crisis de ideas, ni de la misma crisis económica si me preguntan. Cada año que pasa, cada festival que suma un número a su edición, confirma lo que viene a ser este evento: un acto para que los que quieren ser vistos sean eso mismo, vistos. Una movida promocional que se aleja bastante del glamour que podamos tener en mente. Eso es lo que hay, con orgullo o sin él.