Algunos liberales agnósticos mantenemos un secreto conflicto entre nuestro racionalismo impenitente y el respeto escrupuloso a las creencias ajenas, y optamos por ello la mayoría de las veces por no opinar, o por hacerlo de puntillas, cuando somos requeridos a ello con ocasión de algún alarde religioso. Esto es lo que le ha ocurrido a quien firma estas líneas con ocasión de la inminente visita del papa Benedicto XVI. Y mi respuesta, en un debate público, intentó ser lacónica y huir de la polémica: las manifestaciones religiosas de colectivos creyentes son dignas de respeto, si bien el Estado laico debe abstenerse de participar en tales eventos y, por supuesto, de financiarlos.

Para mi sorpresa, algún contradictor, no satisfecho con mi frialdad, ha pretendido convencerme con cierta insolencia de que la grandeza presente de nuestro país es consecuencia de la fecunda génesis monolíticamete cristiana de nuestra cultura. Y hasta aquí podríamos llegar.

No voy a remontarme a las dificultades que encontró en España el pensamiento ilustrado para vencer las resistencias del Antiguo Régimen, afincado sobre la tradición católica contrarreformista basada en Trento, aliada con el absolutismo monárquico e instrumento eficacísimo del poder para mantener la dominación de las clase populares, basada en la incultura y el miedo. Infortunadamente, en nuestro país no tuvimos revolución burguesa, por lo que la evolución hacia la modernidad hubo de hacerse con gran pertinacia, a golpe del cincel, y siempre con la enemiga clerical.

Tampoco es ya indispensable para argumentar sobre el presente traer a colación la hostilidad de la Iglesia española contra la segunda república, su papel determinante en el triunfo del golpe militar, su clarísima alineación con las ideologías dominantes –falangismo, fascismo, nazismo– y el soporte dado al dictador, a quien permitía entrar bajo palio en las catedrales.

Sí creo necesario, en cambio, aludir a la Transición, a aquel momento fundacional en que todas las fuerzas democráticas cimentaron un generoso consenso para edificar el pluralismo de que hoy disfrutamos. Por aquel entonces, el cardenal Tarancón, un ilustre liberal dotado de una admirable bonhomía, presidente de la Conferencia Episcopal, consiguió el respaldo formal de la Iglesia para el nuevo régimen, aunque él sólo representaba a una exigua minoría de la institución. Descabalgado Tarancón, la Iglesia se ha mantenido desde entonces recluida en el conservadurismo más notorio, hostil a cualquier apertura, celosa de su dominio, poco dispuesta a que la ley civil, emanada de la soberanía popular, prevaleciese sobre sus dogmas y dictados.

No sería necesario recordar estas cosas si la Iglesia aceptase las reglas de juego establecidas: aconfesionalidad del Estado, laicidad de las instituciones, libertad de expresión y de manifestación para todos. Pero es patente –lo ha sido durante toda la etapa democrática, en que ha hecho una utilización sui generis de los medios de comunicación– que quienes hoy dirigen la conferencia episcopal pretenden reforzar su influencia e imponer sus criterios mesiánicos a creyentes y no creyentes. Es fácil la crítica a esta posición, pero este columnista prefiere, por pudor, remitir a la jerarquía católica al documento «Los mecenas de Rouco», redactado por el Foro de Curas de Madrid, en que un grupo de sacerdotes afea a su arzobispo su alianza con los poderosos que deja a la Iglesia «sin capacidad de denuncia profética de la situación de los empobrecidos».