La justicia es, con diferencia, el más maltratado de los servicios públicos de la democracia: ni su organización ni sus medios están a la altura que cabría esperar, pese al gran caudal humano de jueces, fiscales y funcionarios.

La judicatura está resentida porque en la última campaña ninguno de los candidatos pronunció la palabra justicia, y una vez más se siente atacada por las críticas que están recibiendo algunos jueces como la sevillana Mercedes Alaya, centrada estos meses en averiguar qué ha pasado con parte del dinero que la Junta destinaba a los Expedientes de Regulación de Empleo (ERE) de diversas empresas, con el que se jubilaron algunos allegados al PSOE que no tendrían por qué haberse beneficiado de ello.

En cualquier caso, y más allá de los ataques a Alaya, más propios de quien se ve amenazado por indicios de criminalidad que de demócratas convencidos, la situación terminal de este servicio público se puede ver claramente en la alta movilidad de los funcionarios que componen los juzgados y las secciones penales de la Audiencia.

En Penal 8, por ejemplo, han cambiado en poco tiempo todos sus funcionarios, y en una sección de la Audiencia no queda ninguno de los empleados que había hasta hace unos meses. Todos han preferido huir hacia el área de lo Contencioso-Administrativo, más aburrida pero menos problemática, sin duda. Quien recala en el área Penal es un amante de esa jurisdicción: son penalistas convencidos que aman su trabajo, pese a ser más ingrato que en otras áreas, pero, tras un periodo que no suele superar los dos años de estancia en un juzgado, han podido hacerse una radiografía clara de los males de un sistema que necesita una reforma urgente que nunca llega.

En los juzgados de lo Penal, las ejecutorias siguen cercanas al techo de las 20.000: fue una sentencia sin ejecutar lo que motivó que un tipo condenado por abuso no cumpliera su pena y asesinase a la pequeña Mari Luz Cortés. Más allá de los golpes de efecto y de los titulares en los que se culpaba al juez y a la secretaria de ese error dramático, nada se ha hecho: no hay dinero para planes de refuerzo, pero sí se ha cargado con más responsabilidad a los funcionarios que controlan esas ejecutorias.

Bien es cierto que en una materia tan sensible como ésta hay que exigir un plus de eficacia y rigor al responsable de mantener limpio el cortijo, pero el estrés y la intranquilidad que produce la jurisdicción Penal propicia que los funcionarios apasionados por ella acaben alejándose para buscar una existencia más tranquila: los que llegan tardan en formarse y, cuando conocen su cometido, se van. El reto está en hacer plantillas compactas y comprometidas.