Parece que nuestros gobernantes se han dado finalmente cuenta de la importancia de eso que han dado llamar «la marca España». Como dice el refrán: «Nunca es tarde si la dicha es buena». Es algo que hace tiempo que echábamos de menos quienes por razón de nuestras profesiones hemos vivido largos años fuera de este país y hemos visto cómo otros defienden sus marcas.

Uno dice, por ejemplo, Alemania y en seguida vienen a la mente asociaciones como industria, precisión, rigor, eficacia, durabilidad. Si menciona la palabra Francia, se pensará inmediatamente en gastronomía, elegancia y moda. Y algo parecido ocurre con Italia, que también se relacionará con elegancia en el vestir, buena cocina y gran diseño industrial.

¿Y España? No puede ser que se nos siga asociando con los cítricos, los pepinos y el turismo de sol, playa y borrachera nocturna, como ocurre con los reportajes que aparecen con cierta frecuencia sobre nuestro país en la prensa extranjera. Para botón de muestra de esto último, uno publicado recientemente en un suplemento dedicado a viajes por el muy serio semanario alemán Die Zeit en el que tres amigos pasan un fin de semana a base de patatas fritas, salchichas y alcohol barato en S’Arenal (Mallorca), la playa de todos los excesos, sexuales incluidos, de los teutones que viajan a esa isla.

Afortunadamente, todo hay que decirlo, el tipo de turismo que viene a España está cambiando para mejor, sobre todo en las ciudades, y el mejor ejemplo es Madrid. Es un turismo más interesado en la oferta cultural (conciertos, museos, exposiciones) y cuyo conocimiento de nuestra gastronomía va más allá de la paella mal cocinada y regada con abundante sangría. Pero es mucho lo que queda por hacer todavía en cuanto a dar a conocer mejor nuestros platos y nuestros productos. No es de recibo, por ejemplo, que en algunos hoteles se ofrezca queso de bola holandés y no se informe de la rica paleta de quesos regionales, tanto de oveja como de cabra. El futuro de nuestra agricultura, que se enfrenta a la cada vez más dura competencia de las de los países en desarrollo, pasa en parte por la promoción dentro y fuera de los productos con ese valor añadido que entraña la denominación de origen.

¿Y qué decir de la moda? Todo un fenómeno es la expansión global de la marca Zara, que todo el mundo asocia ya afortunadamente con España. Pero ¿por qué se insiste muchas veces en utilizar nombres extranjeros, lo mismo italianos que ingleses, como marcas de ropa o calzado que son netamente españoles? ¿Es producto de un complejo de inferioridad de los empresarios españoles, que piensan que se venderá mejor con un nombre extranjero? Sea como fuere, el caso es que quienes así obran están contribuyendo a potenciar la marca Italia o Reino Unido y hacen un flaco servicio a la marca España.

¿Por qué en arquitectura se recurre muchas veces para los megaproyectos a profesionales extranjeros cuando, como ha señalado reiteradamente uno de los mayores expertos en ese campo, el británico William Curtis, en nuestro país tenemos también excelentes arquitectos?

¿Alguien, y me refiero por supuesto al gran público y no a los profesionales del sector, asocia a este país con la arquitectura de vanguardia?

Y lo mismo cabe decir de la literatura o del arte. Cualquier premio Turner, por endeble o huera que sea su obra, encuentra fácilmente galerías y museos españoles que le acojan. Gracias al poder de su mercado, a su habilidad en el campo de las relaciones públicas, los ingleses son maestros en exportar a sus artistas, pero a la vez muy poco receptivos a todo lo ajeno.

Y está -¿por qué no?- el tema de la lengua. El español es un idioma universal. ¿No es también manifestación de complejo de inferioridad el que algunos de nuestros políticos se empeñen en hablar un pésimo inglés cuando sus homólogos franceses o alemanes no tienen empacho alguno en expresarse en esos idiomas? Una cosa es utilizar el inglés en unas negociaciones en las que intervienen personas que sólo pueden comunicarse mediante esa lengua y otra muy distinta pronunciar un discurso en inglés en ocasiones oficiales en las que uno esperaría escuchar la lengua de Cervantes.

Podrían multiplicarse los ejemplos, pero la conclusión que se impone es que sólo mediante el esfuerzo de todos -poderes públicos, sector privado y ciudadanos- y la superación de egoísmos, miopías, timideces y papanatismos por parte de unos y otros, se convertirá un día la marca España en auténtica marca de calidad.