La huelga no fue ayer muy general. Fue significativa en la gran industria y en el transporte público, pero apenas perceptible en el comercio. Las manifestaciones, en cualquier caso, evidenciaron el profundo malestar que la reforma laboral causa en amplios sectores. Los trabajadores se sienten hoy más desprotegidos y se resisten a pagar la factura que han generado otros. Es comprensible que levanten la voz para hacer perceptible su lamento. Y el paro general es uno de los instrumentos que la Constitución pone a su alcance para amplificar la protesta, aunque cabe preguntarse si este derecho es hoy la mejor herramienta para que España sortee la crisis y atenúe las dramáticas cifras del paro que desafían la paz social, objetivo último de los ajustes públicos y privados que se han puesto en marcha.

Paralizar el tejido productivo y agitar la ira de los sectores sociales más desfavorecidos resulta hoy tan arriesgado como inapropiado. La reforma laboral, queramos o no, es una imposición de los organismos internacionales a los que pertenecemos. La CE exige profundizar en los ajustes con independencia del inquilino que ocupe la Moncloa. Rodríguez Zapatero alteró la agenda socialdemócrata por eso y hoy le toca soportar las embestidas a Mariano Rajoy. Su antecesor no ha tenido reparo en reconocer que la hoja de ruta emprendida por el actual presidente del Gobierno hubiera sido adoptada con idéntica resignación y firmeza por Rubalcaba si éste hubiera ganado las últimas elecciones de noviembre.

Apenas queda margen de maniobra cuando España ha entrado en recesión, con la prima de riesgo disparada y la recaudación pública cada vez más exigua. Los recortes, imprescindibles para salir a flote, deben orientarse a crear riqueza para garantizar un mayor bienestar y desarrollar una sociedad más justa que lime los desequilibrios actuales. Y en esa tarea debemos implicarnos todos. ¿Sirve la huelga a esos fines? Esa es la pregunta.

Bajo ningún concepto podemos consentir que España siga la senda marcada por Grecia. Es cierto que no son parámetros equiparables, pero cualquier estallido social pondría en una situación muy comprometida a la economía nacional. Debe imponerse la responsabilidad y cabe reclamar a los agentes sociales compromiso y cautela para que sepan estar a la altura de la gravedad del momento que nos ha tocado vivir. Nos jugamos mucho y en ningún caso podremos encontrar la solución en la calle.

Puestos a diseñar un futuro común que supere los excesos que nos han hundido en la depresión económica, convendría también que reflexionásemos respecto al encaje que deben tener los sindicatos en una sociedad libre, tolerante y abierta. ¿Puede admitirse la coacción y las amenazas intimidatorias en ese mañana colectivo? Algunos de los métodos empleados por los círculos más radicalizados del sindicalismo son incompatibles con las reglas más básicas de la educación y la convivencia. Hay que desterrar de una vez esos comportamientos decimonónicos para que el derecho al trabajo, tan respetable como cualquier otro, no quede tan impunemente conculcado.

La huelga ha dejado su huella. Discreta, si nos atenemos al seguimiento real del paro. Los sindicatos, en cualquier caso, pretenden que deje una marca indeleble para marcar el inicio de un calendario de protestas que eleve progresivamente la indignación de la izquierda. Se trata de una estrategia muy peligrosa. España no puede permitirse ahora algaradas y ruido. El momento exige contención. Demasiados ojos nos miran, expectantes, desde fuera. Porque además ¿es que los sindicatos no han tenido responsabilidad alguna en la dramática situación que España vive hoy?