Genserico asaltó Roma en el 455 y los suyos arramblaron con todo, es decir, con productos elaborados con lo que antes había pillado Roma en cualquier rincón de su imperio. Roma era la civilización porque, después del paso de sus legiones, había creado unas leyes para quedárselo, hecho escrituras e inventarios... Pero los de Genserico, como eran vándalos, se lo llevaron por la cara. Otra tribu germánica, los visigodos de Alarico, habían saqueado 45 años antes una Roma que llevaba siete siglos sin ser expoliada, cuando esta acción corriente se hacía a sangre y fuego, sin recurrir a los mercados, pero los que quedaron como guarros para la Historia fueron los vándalos y de su estilo nos llega el término vandalismo, que conserva muy mala fama y con razón.

Vandalismo. Con razón pero sin que el vandalismo se pueda equiparar al terrorismo, un fenómeno de violencia que adquirió su valor más alto al ser devaluado de dos maneras: 1) convirtiéndolo en divina palabra que no admite matiz, ni discusión (si digo terrorismo, tú no lo discutes y si lo haces eres como ellos o estás de su parte). 2) Aplicándolo a toda violencia para elevar su rango. (Reducido a sinónimo de acto violento admite adjetivos. Una bofetada en el patio es terrorismo escolar).

Los ministerios de Interior y de Justicia trabajan para equiparar vandalismo y terrorismo. En previsión de que pueda arder algún contenedor en los meses que sigan al saqueo de la democracia (como en Italia, donde el presidente no ha sido elegido), el secuestro de la soberanía (como en Grecia, donde los ciudadanos no rigen su destino) y de la posible desaparición de bienes y servicio en favor de la confianza de los mercados, me apresuro a criticar esa medida que antepone la seguridad de recipientes de basura a cualquier consideración social y humana. Y me apresuro por si lo que hoy es crítica, mañana se vuelve apología del terrorismo.