La prensa sensacionalista británica ha vivido esta semana un momento ridículo. Agobiada todavía por el tsunami de los espías de Murdoch, temerosa ante la posible reacción del palacio y de la política, evitó publicar las fotos del príncipe Harry haciendo el ganso en pelotas durante una fiesta loca, aunque hablara profusamente de ellas. Poco duró la autocensura: al día siguiente The Sun, referente del género y buque insignia del imperio Murdoch, imprimía lo que todo el mundo había visto ya, no solo en las páginas de un diario irlandés ajeno a la comedura de coco -The Irish Independent, que se distribuye también en el Reino Unido-, sino en los medios digitales y en las redes sociales, porque las fotos de marras se reenviaron y compartieron cientos de miles, tal vez millones, de veces. En eso reside lo ridículo de la situación: en ignorar que los grandes medios profesionales ya no tienen la exclusiva de la comunicación de masas.

El verbo «compartir» ha llegado a su máxima expresión gracias al invento de sir Timothy John Berners-Lee, el padre de la web, justamente homenajeado en la ceremonia inaugural de los Juegos de Londres. De nada sirve que los mayores periódicos y las televisiones más vistas se pongan de acuerdo para no divulgar determinadas imágenes: si tienen bastante interés o suficiente morbo, en pocas horas habrán cruzado varias veces el país, saltando de móvil en móvil y de tableta en tableta. Las redes no pueden suplir a los medios profesionales a la hora de jerarquizar, analizar e interpretar las noticias, especialmente las más complicadas, ni a la hora de investigar a fondo aquello que los poderosos quieren ocultar, pero el tipo de escándalo que representan las fotos principescas queda fuera de tales categorías. Se trata de puro chismorreo malsano, ideal para el gran patio de cotilleos que son las redes. Espiar las nalgas del príncipe: pues sí que impulsamos los derechos civiles con tales revelaciones. Pero el mercado lo compra, y por eso hay periódicos basados en conseguir esos materiales, publicarlos y acto seguido quejarse del escándalo y exigir cuentas al dueño de las nalgas espiadas. Es un modelo, y por suerte no es el único. Pero cuando se abraza un modelo, hay que ser consecuente. De lo contrario se perpetra un ridículo tan espantoso como el que desnudaban los quioscos británicos el pasado jueves, con los tabloides dedicando grandes titulares a lo que no mostraban, aunque todos los lectores sabían que lo tenían.