Don Francisco de Quevedo y Villegas, harto de que en su siglo XVII las frases hechas, los clichés, las muletillas del idioma anduviesen como Pedro por su casa (acabo de usar una), escribió un divertidísimo «Cuento de cuentos» usando para componerlo nada más que lugares comunes del habla corriente. Ya en la introducción al mismo se burlaba, por ejemplo, de una pareja consolidada, una pareja de hecho, como es la de «mal hablado» para designar a quien habla mal. Decía Quevedo que no sólo era un incordio escucharla (y aquí va otra) cada dos por tres, sino que, además, estaba mal, pues debería en justicia tildársele de «mal hablador». Pues bien, como todo vuelve, cada vez que miro los muros de la patria mía (o sea, prensa, radio, televisión e internet) veo en ellos reflejadas las voces de tantos políticos, de sedicentes periodistas de cotilleo (pues no son dignos de usurpar tan noble profesión), de tantos presuntos o supuestos escritores, de tanto charlatán televisivo famosete que no saben apartarse de esta suma espantosa: sustantivo muerto seguido de adjetivo muerto. Para ellos, todo dato es «esclarecedor»; todo esfuerzo, «denodado»; toda relación, «estrecha»; toda facilidad, «pasmosa»; toda fe, «inquebrantable»; todo incendio es «devastador» y toda lucha, «titánica». Vagos son, perezosos, aburridos, coñazos, todo el día dale que te pego (acabo de escribir la tercera) con sus parejitas estables, estabilizadas y desestabilizadoras a mis oídos.

Hagamos un «Cuento de cuentos» actual con ellas: «Tras una animada conversación sobre el aparatoso accidente en el que se registraron escenas dantescas, se decidió por aplastante y abrumadora mayoría, tras un debate intenso y acalorado, tomar la decisión irrevocable de no caldear el ambiente, lo que constituiría un craso error. Con su inconfundible estilo y tras contemplar las impactantes imágenes del lamentable espectáculo previo al fatal desenlace de consecuencias irreparables, el ministro portavoz llamó poderosamente la atención sobre la imperiosa necesidad de evitar la situación insostenible a que daría lugar la tensa espera y la tortuosa senda que la triste pérdida de la desconsolada viuda acarrearía». No he tardado ni dos minutos en inventármelo, pues basta con aplicar la falsilla del pensamiento dormilón y adormilado para conseguirlo. Ahí va otro «Cuento de cuentos»: «Con puntualidad británica y, a pesar de su apretada agenda, el reparto de lujo, de reconocido prestigio, se dio un baño de multitudes en el marco incomparable de una conocida discoteca junto a una playa de moda de paisaje idílico, tras lo cual se tomaron los populares actores un merecido descanso. El glamouroso acontecimiento provocó la sana envidia de abundantes curiosos que abonaron un precio astronómico en antiguas pesetas, sin cómodos plazos, para no perderse tan rabiosa actualidad en ese día inolvidable».

Huya usted, lector querido, de quienes le venden tan poca imaginación, de quienes le ofrecen lo peor de su verbo. Apártese de aquellos para quienes toda personalidad es «marcada»; todo muro, «infranqueable»; toda oferta, «irrepetible»; todo pasado, «oscuro»; todo páramo, «desértico»; toda mirada, «penetrante»; todas las razones, «poderosas», y toda sequía, «pertinaz». O, por el contrario, sea usted revolucionario y úselas, pero sacándolas de contexto. Exclame en la primavera próxima, ante la floración de los cerezos: «¡Qué espectáculo más dantesco!» Cuando vea un socavón en la calle por cualquier obra que un ocioso concejal se haya inventado, grite: «¡Se abre frente a mí un abismo insondable!» Si lo pillan tumbado en una hamaca, viendo pasar la vida, no dude al explicarse: «Aquí estoy, haciendo denodados esfuerzos para no hacer ningún denodado esfuerzo». En caso de que esta horrenda crisis lo obligue a merendarse un centollo ansiolítico y alguien le recrimine la ostentación, alce una pata del decápodo marino braquiuro y no dude: «Craso error tu inquisitiva mirada, me hallas en pleno fragor de una lucha titánica». Contra las frases hechas, o desprecio o humor.