Escucho el extraño piano de John Cage, reconvertido (como él decía) en instrumento de percusión. La sutileza de los sonidos ralos e inarmónicos que acertó a extraer, pinzando las cuerdas. Detrás de esa sinfonía está el ruido de coches que sube de la calle y entra a través de la ventana entreabierta, compitiendo con el ronroneo de la lavadora, que viene desde la cocina. En el punto de encuentro de estas dos mareas se forma una suerte de barra, como la que separa las aguas de un estuario y las de la mar abierta, acumulando allí los desperdicios. Más atrás de estos ruidos está el de la barba de la cara (aún sin afeitar), al pasar la mano por ella y resonar en el cráneo. Más al fondo todavía está el levísimo zumbido de los oídos, reocupando el espacio del silencio, y el de los mecanismos interiores del cuerpo. En cuanto al silencio, debe estar más atrás aún, pero no llego a él.