El tiempo los ha vuelto azules y leves, miradas fugitivas del presente que tienen caducado. Unos afirman su resistencia con ojos vivaces y sombras de palabras en las que reconocen su vida y la defienden. Otros, se desgastan con humilde serenidad entre los sueños y el sol. La mayoría padece el incomprensible dolor de los recuerdos deshabitando la memoria. Todos, son una frágil copia de lo que fueron. Sólo quedan cuarenta y ocho. Ángeles de nombre Manuel, Lola, Encarna, Antonio, Juana o José. Mujeres y hombres de edad inestable, igual que la salud, sentados a solas o en vidrioso silencio de a dos, en un patio de cal mediterránea, rodeados de macetas, como si formasen parte de las flores y de las plantas con las que comparten la necesidad del aire y de la luz. Y del afecto que reparten a diario los treinta trabajadores de este asilo de Málaga. Son profesionales con una profunda vocación de ternura. En el rostro, en las manos, en las palabras con las que restauran cada jornada la inválida soledad, el insomnio del dolor, la esperanza enmohecida, la angustia del miedo condenada a gemir, el trance de la mente de aquellos que se sienten como un cuerpo cautivo entre las rocas. Con una sonrisa a destajo apaciguan, lavan, duermen, pespuntan, alimentan, protegen y acompañan, ángeles también de los ángeles cada vez más borrosos entres las noches y el amanecer, sin dejarse derrotar por el olor amarillo de la piel, el hedor de las enfermedades, el desgaste emocional de trabajar a dos pasos de la muerte. No cobran desde hace cuatro meses pero perseveran en su trabajo en esta antigua hacienda que se convirtió en monasterio franciscano en 1585 y que desde 1870 alberga y cuida el impreciso vaho de la vejez, sus ruidos y sus desagües. Ciento cuarenta y tres años amenazados ahora por la economía y el tiempo que arrincona al asilo contra la bancarrota. El dinero de la Junta de Andalucía no llega desde enero. Endesa les reclama 265 mil euros repartidos en pagos de siete mil euros al mes. El patronato director paga o se quedarán sin luz. El resto de los gastos domésticos y de funcionamiento demandan igualmente urgentes ingresos. Sus vecinos, la Asociación de Amigos del Asilo de los Ángeles, movieron un manifiesto de socorro en la red, recaudaron dinero en campaña para comprar un desfibrilador y han organizado, para el martes que viene, un paseo solidario de 3,5 km, desde el centro de la ciudad. Al final del recorrido, los participantes inscritos con cinco euros conocerán su patrimonio cultural. Está bien que por los viejos valores adquiridos, por la indefensión económica del asilo y sus residentes azules y leves, nos convirtamos en ángeles por un día.

En España existen actualmente 7,9 millones de personas de más de 65 años. Según el INE 5,5, millones son pensionistas. En 2025 se calcula que habrá más de mil millones de personas mayores de 60 años en el mundo. Si su economía y su vida son saludables podrán mantener su autonomía y sus costumbres acondicionadas, formar parte de un sector que hasta ahora ha dinamizado el turismo, sumarse a los más de cien mil jubilados que ayudan en labores educativas o de formación (debido a que desde 2011 los pensionistas universitarios superaran a los analfabetos), participar en asociaciones de voluntariado social. También pueden planificar su cohusing, la fórmula danesa de los años sesenta que ha ido extendiendo el concepto de envejecer libres, rodeados de amigos, en viviendas individuales con espacios comunes, regidas por ellos mismos. Pero si la vejez conlleva cualquier clase de dependencia media, el panorama es beligerante. La situación demanda gastos elevados porque en nuestro país la política geriátrica pública es deficiente. La sociedad se ha embriagado con la reconstrucción del esmalte de la juventud y ha considerado la vejez como una edad preferentemente cortante, sin preocuparse de reconstruir sus valores a través de la educación y de políticas prácticas y eficientes. Especialmente cuando las dependencias dividen dicho estado entre el incordio y el negocio, entre la pobreza media y el alto poder adquisitivo, entre las exiguas y polémicas ayudas administrativas y los recortes de la crisis. En España hay asilos religiosos y sociales con una precariedad que poco ha evolucionado desde la década de los cincuenta. Los escasos donativos y la férrea humildad de sus gestores mantienen como pueden su vocación de albergar a los más invisibles de los excluidos, aquellos que casi siempre vivieron desterrados del bienestar. Y también hay geriátricos privados que cuestan de media mil quinientos euros y donde la degradación de la dignidad es más humillante y dolorosa. Precisamente porque se paga en contra de que suceda. En estos geriátricos privados el deterioro psicológico es rápido y letal. Es fácil encontrar personas convictas de la amargura, de la calidad deficientemente humana, del trato naiff o imperativo con el que desestiman sus miedos y sus quejas, del desafecto familiar que lastra las raíces de sus mayores, igual que si fuesen un peso muerto. Es doloroso ver el resplandor de los ojos de los internos frente a un visitante que confunden o inventan como el hijo sin afecto libre para visitarles un beso que los rescate del olvido. Su impotencia ante la adversidad y la forma con la que otros administran y anestesian su identidad y sus condiciones de vida. La crisis ha forzado la reconciliación de la familia con la vejez dependiente. El dinero todo lo puede y casi todo lo miente. Pero el diagnóstico del futuro continúa siendo grave. Nada se programa frente a los hijos de la explosión demográfica de los sesenta que, a la vuelta de la esquina, colapsarán el sistema de pensiones, el de salud y las determinantes insuficiencias en infraestructuras y prestaciones.

¿Quién dará asilo a los ángeles en los que nos convertiremos? Más nos vale recuperar la herencia de la cultura, el respeto y la ternura de esa edad. Restaurarle a la vejez su dignidad. Entenderla y respetarla como la última experiencia del amor.