A la vida hay que hacerle un chequeo de vez en cuando. A la intemperie abrigada del invierno o donde el verano tenga un escondite de calor. A refugio, a solas. Un análisis completo de cómo nos sentimos el corazón, cómo la mente donde nos pensamos. Vivimos entre el rebufo de los ritmos exasperados del tiempo, las exigencias que nos demandan otros y las turbulencias de la realidad que otros descodifican para nosotros. Apenas tenemos un minuto para escucharnos sin nadie que interfiera y saber si vivimos hacia dentro, cómo hemos respondido a nuestra sed de mundo, qué significamos para nosotros. Con los años, las ambiciones se marchitan, los deseos se rompen igual que si fuesen papeles en los que el brillo que tuvieron las palabras es la arruga de una escritura amarilla. Damos por hecho las renuncias, los equívocos, los extravíos, que a veces lo ilusorio y lo verdadero son la misma obstinación, el mismo espejismo en el que se pierde más de lo que se gana. Igual que sucede con la capacidad de asombrarnos ante el dolor y la ternura. La existencia está cada vez más sujeta a las exigencias consumistas y a las máscaras sociales que en el fondo son subsidios contra la soledad, imposturas de amistad, ficciones en las que esconderse.

Hemos aprendido a entregarnos, sin apenas rebeldía, a las preguntas y certezas que por dentro se nos abren como el gemido de las heridas. Sabemos que es difícil encontrar felicidad en los ámbitos laborales donde un porcentaje, cada vez más bajo, sobrevive con sueldos bajos y acosados por las diferentes formas de mobbing (el psicológico es el más extendido) que practican los jefes. La mayoría, hombres de cultura, buenos relaciones públicas, muy demócratas de ideología que hacen de la tiranía, la manipulación y la cobardía, ejemplares piezas de arte, gestión eficaz del poder y sus contradicciones. Hay muchos. En las empresas privadas, en las públicas, en las políticas, en las culturales. Somos conscientes también de que el talento, el esfuerzo, el cumplimiento del trabajo bien hecho no son valores a reconocer, cualidades afinadas para mantener económicamente el contrato social con nuestra libertad. Vivimos enjuiciados a traición, presionados, alejándonos de lo que somos y pareciéndonos cada vez más a los demás o a lo que nos demandan los otros, con la sensación de estar confinados en la rutina. Y muchas veces en un laberinto. Igual que blancos ratones de un laboratorio en el que se experimenta contra los derechos, la igualdad, el progreso, la libertad del hombre y las retribuciones a sus combates. Este vértigo conviene detenerlo. Es necesario regresar, de vez en cuando, a la soledad en la que desnudarnos sin más mirada que la nuestra y hacer memoria de los días vencidos, de los días dichosos, de los sueños desenredados de la juventud, de las escaleras que hemos bajado dentro de ellos y de los que nosotros mismos hemos desahuciado, de los momentos de pequeña felicidad, de los ecos de las preguntas que se hacen en silencio y con miedo, de las culpas y los esfuerzos a los que se renuncian por comodidad, de los desperfectos del amor y de sus bálsamos, de las esperanzas y manos que nos salvan, incluso de nosotros. Y al final soltar lastre, redimir pecados y llegar a un buen acuerdo con nosotros.

Hay otras veces en las que ese chequeo no es voluntario. Son los demás los que provocan el análisis y su diagnóstico. Unas veces es la muerte la que convoca lo que todavía somos a través de los recuerdos que los vivos sienten al despedirse o al guardarnos en su memoria con una palabra que nos identifique. Está el momento en el que el tiempo económico nos jubila de un largo trabajo al que se ha domesticado en un mismo sitio, con una promoción de compañeros. Un acto que, en el fondo, es un poco veredicto sobre si supimos o no ganarnos con limpieza el respeto, el afecto, la admiración; el viejo reloj con las iniciales de aire de los que nos aplauden. Este chequeo, con la crisis está desapareciendo. Y del primero resulta evidente que se trata de un acto de contrición emocional entre la hipocresía, la culpa y una sinceridad socialmente discreta. Y por último, existe el chequeo que cristaliza de forma más natural, producto del excelente ejercicio laboral que espontáneamente el tiempo y la personalidad de alguien han ido transformando también en una relación emocional con los demás.

Esta semana de las cenizas liberadoras de San Juan no me ha importado nada relacionado con el hedor inmoral de este país imputado con democracia 5,5 y esclerótica ciudadanía. Tampoco el efecto placebo del fútbol internacional ni la posible inestabilidad que puede provocar el encarcelamiento de Bárcenas en la política B del Partido Popular. Lo único que me ha alterado y conmovido ha sido la difícil introspección emocional de una persona honesta, generosa y sensible, agotada por las injusticias, la erosión de los sueños y los sentimientos que a veces las batallas convierten en niebla y náusea. La despedida a un escritor fallecido, que nunca negoció el éxito ni convirtió a nadie en víctima de su ego, al que todo el gremio recordamos por ser buena persona y sus excelentes fabulaciones sobre la ternura del monstruo que llevamos dentro. Y el homenaje sentimental de un montón de mujeres, laborales, domésticas, independientes y en familia, a la sencillez seductora de un buen amigo que durante años, dos veces a la semana, les ha enseñado a dibujar el cuerpo como una sonrisa contra el desgaste del tiempo y las tiranteces de la vida. A compartir una enriquecedora emoción que en cada caso tiene una emoción de importancia más reservada.

Hace tiempo que lo sabía, pero los tres me han demostrado lo importante que es ese chequeo de dentro y de fuera. Es la mejor manera de decidir qué dejamos atrás, qué tenemos de verdad, qué merece la pena que sigamos convirtiendo en la historia de lo que somos.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com