La cultura es Prometeo. El fuego que iluminó la conciencia del hombre. Las regiones subterráneas de su pensamiento, la escritura, los números, el movimiento de las estrellas. El lenguaje con el que liberarse de los dioses y sus sombras. La Historia se repite. El mito también. La cultura está encadenada a una roca y un águila le devora las entrañas. El cine, la danza, la música, el teatro, se desangran a diario. Acabamos de saber que el mercado del libro retrocede una década y las ventas continúan en picado. La lectura es el refugio de unos pocos que buscan evadirse o enriquecer su mundo y su lenguaje con exigente literatura. El cine es una pantalla en blanco sin apena sombras en las butacas. Y el teatro intenta sobrevivir con esfuerzo y los actores convirtiéndose en sus propios productores. Igual que ha hecho con éxito Eduardo Velasco con su Profeta Loco. A los pies del monólogo de la cultura, con su llanto y resistencia, no hay oceánides que le canten. Tampoco se espera a un Hércules cuya flecha la libere, igual que a Prometeo, de la tiranía de un juez injusto.

Zeus perdió el Olimpo y siglos más tarde Dios murió en palabras de Nietzsche. No era cierto. En realidad sólo habían cambiado de rostro, de concepto, de dogma, de mercado, de índice bursátil. Y continúan existiendo para encadenar la conciencia contra lo arbitrario. A Prometeo, a la cultura, símbolos del héroe caído en desgracia en un mundo donde el hombre no es el guardián del ser que afirmó Heidegger sino un esclavo atado a la cuerda del miedo o de la gratitud. Los nuevos nombres de los dioses nos quieren manos de la obediencia, palabras de sumisión, mentes en la ignorancia. Aunque en la noche de Escitia gritemos que la justicia realmente es ciega. Lo certifican las sentencias del caso Malaya. Apenas diez años de cárcel y menos de una cuarta parte del botín de multa al cabecilla de la troupe de golfos que saqueó Marbella y arruinó a sus habitantes. Está claro. La corrupción sólo se condena moralmente. El sistema, los jueces, los abogados especializados en delincuentes con millones de otros, a salvo en los paraísos, son responsables de que la existencia de la justicia -la que el pueblo, los inocentes, las auténticas víctimas, reclaman, esperan y necesitan-, sea un escepticismo amargo, ateísmo legal. En el fondo es otra forma con la que Zeus se ríe de los justos y los encadena a una sociedad sin sueños indómitos, sin ética, sin esperanzas tenaces, sin furia inteligente, sin apenas voces críticas ni políticos de talante y talento que valoren la profesionalidad, el esfuerzo, la discrepancia y la honestidad mucho más que la mediocridad, la veleidad y la sumisión. Que realmente consideren la cultura el fuego del progreso.

Menos mal que de vez en cuando nos visitan los mitos. Entre ellos, el que nos recuerda que ser independiente, rebelde y coherente es el privilegio de los fuertes. Me lo recordó el jueves el Prometeo encadenado de Francisco Fortuny. Un excelente escritor malagueño que al texto de Esquilo, con lecturas de Shelley y de Heiner Müller, le trabaja un poderoso lenguaje poético que lo embellece, lo resuena y lo humaniza. Un mito escénico cuya puesta en escena necesitaba otro Prometeo imprescindible. Juan Hurtado, dramaturgo de raza y trayecto, director de imposibles, de torrentes de vanguardia, de heroínas como Antígona y Camille Claudel. Un talento de carácter indómito, pasión creativa y retos, como el otro maestro del teatro malagueño, Miguel Romero Esteo. A Hurtado le debe la obra de Fortuny haberse hecho carne y arena, herida y canto. Lo mismo que ha sabido ver en Juan Antonio Hidalgo, un actor sólido que inflexiona sin esfuerzo el drama de la palabra y su movimiento, templar o elevar al vértigo la hipnótica voz escénica de Eduardo Duro, equilibrar las voces de bel canto de Alicia Molina, Virginia Nölting y Juan Antonio Ariza con el texto (aunque en este último se echase en falta la intensidad dramática que exigen sus monólogos para sentir en público la tensión, la soledad y el sufrimiento de su personaje contra el destino. Nada que no pueda trabajarse). Sin olvidar la plástica coreografía de las oceánides y del águila, dibujadas silentes y acoso, por Nacho Fortes ni la música de Antonio Meliveo, a quien el cine le debe fantásticas bandas sonoras y un Goya pendiente.

El barítono Carlos Álvarez, la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía y ellos, entre otros meritorios, son los artífices de esta obra que también ha liberado, de su encadenamiento a la roca, al magnífico teatro romano de Málaga. Poderoso espacio que veinticinco años después recupera la vida escénica en su orchestra. Igual que sucedía en el festival grecolatino anual del que salieron Óscar Romero, Fiorella Faltoyano, Tito Valverde, Antonio Banderas, María Barranco. Los tiempos de Amparo Ruiz Argüelles y su teatro ARA, metáfora de sembrar cultura entre las piedras y el alma de una incipiente democracia. Una época en la que la cultura fue un Prometeo liberado, un fuego de progreso que se propagó en todas las disciplinas y ámbitos.

Veinticinco años de democracia más tarde, la cultura se ha convertido en el mito que también podemos ver, desde hace una semana, y en el museo del Prado, plasmado al óleo barroco por Rubens y Frank Snydes. Frente a Prometeo, en el teatro romano, en la pinacoteca, nos sentimos encadenados a la roca de la injusticia, de la sumisión exigida, de un destino adverso contra el que defender la cultura, la verdad, la palabra del hombre libre. El teatro que nos refleje y nos despierte.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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