­­­Un eminente historiador norteamericano, Arthur Stanley Riggs, decía que le fascinaba que España hubiera conseguido poseer entre los siglos XVI y el XVIII las mayores reservas de metales preciosos del mundo, gracias a sus posesiones americanas. La gran paradoja de tanta riqueza era que mientras tanto, el pueblo español se hundía en la decadencia y en la pobreza más abyecta. No dejaba de tener su mérito el conseguir caer en la miseria en aquel mar de oro. En tiempos más cercanos a nuestros días, es interesante recordar que a mediados de la década de los cincuenta y a principios de los sesenta, en el sur de España se produjo la eclosión de uno de los más prometedores destinos turísticos del planeta: Torremolinos, entonces una barriada de la ciudad de Málaga. Los que tuvimos la buena fortuna de vivir aquellos momentos jamás los olvidaremos.

En unos pocos años, Torremolinos se convirtió en un irresistible imán turístico, que avanzaba, imparable, hacia los primeros puestos del ranking mundial de la industria turística. Ni en la Costa Azul francesa, ni en las costas italianas, ni en las islas griegas se había visto nada parecido. Partiendo de cero, prácticamente sin infraestructuras, en el sur de una España muy castigada durante la posguerra, aislada del resto del mundo, Torremolinos se convirtió en muy poco tiempo en una estrella turística. Con un éxito sin precedentes. Cada seis o siete meses se inauguraba allí un gran hotel de lujo. Recuerdo que las agencias de viajes intentaban por todos los medios obtener para sus clientes un cupo de habitaciones en aquellos hoteles míticos. Muchas de ellas garantizaban con su dinero esos cupos, pagando las estancias de los turistas con dos o tres años de antelación. Se creaba riqueza con una velocidad de vértigo. Y sobre todo se generaba empleo y algo también muy importante: se generaba autoestima y el orgullo de hacer algo mejor que los demás en una España que acababa de salir de unos tiempos muy complicados.

Pero en unos pocos años todo aquello se malogró. La codicia y la ignorancia de unos y otros masificaron y sepultaron aquel lugar maravilloso en un mar de cemento y de edificios descomunales. Los seis grandes hoteles que daban fama a Torremolinos empezaron a perder su clientela. Los restaurantes, los lugares de encuentro y los comercios creados como oferta complementaria de aquellos hoteles míticos tuvieron que cerrar. Con la independencia administrativa de Torremolinos, empezó un largo y meritorio proceso. Hasta el día de hoy, se intenta recuperar lo perdido. Recuerdo el ejemplo de una ciudadana de Torremolinos, Isabel Manoja. Fue clave en aquella lucha, en la que muchos ciudadanos se implicaron con ilusión y con valentía.

Es cierto que hubo un beneficiario de aquel desastre: Marbella. Muy a su pesar, pues la admiración y la gratitud por el esfuerzo de Torremolinos eran asumidas y compartidas en toda la Costa del Sol. Gran parte de los residentes y de la clientela de los cinco estrellas de Torremolinos se desplazó a Marbella, puesta en valor por unos pioneros geniales. Decidieron no cometer los errores de otros lugares de las costas españolas. Respetaron a ultranza el paisaje y el patrimonio y mimaron la cultura mediterránea. Buenas ideas, trabajo duro, buen gusto y honestidad. Una fórmula perfecta.

Cincuenta años después, Marbella se enfrenta a una encrucijada tan peligrosa como la que malogró el futuro de Torremolinos. El Ayuntamiento de la ciudad, controlado por el Partido Popular, ha amenazado la supervivencia de la Marbella que hemos conocido, al dar luz verde a rascacielos de 50 plantas en el término municipal. La aprobación con los votos del PP en el Pleno del 29 de noviembre de unas escandalosas modificaciones puntuales de elementos en el PGOU vigente no es una buena noticia. Ante la intensidad de las protestas, el Ayuntamiento habla de dejar la decisión final en manos de un nebuloso Consejo Social. A algunos nos recuerda esto la era del GIL. No sería la primera vez que en momentos así las cartas estuviesen ya marcadas y los dados trucados.