Algunos ases del deporte constituyen, en sí mismos, auténticas imágenes icónicas inconfundibles en los terrenos de juego. Son ídolos adorados y adornados por rasgos personales, ganadores natos en deportes multitudinarios y en deportes minoritarios.

La especialidad que más figuras proporciona es, lógicamente, el fútbol. Ahí es donde existe más variedad, más originalidad, más excentricidad en la vestimenta, en el corte de pelo, en los tatuajes, pero también, qué duda cabe, estos jugadores suelen ser los mejores, los más eficaces, los más entregados y, por lo tanto, los que tienen mayor número de seguidores.

Cada gran club tiene de tres a cuatro iconos que, por su calidad, por sus golazos, hacen que se agoten las entradas en las taquillas. Hay veces que importa menos la victoria de tu club que las exhibiciones goleadoras, las maravillas técnicas, los goles imposibles, €las fogosidad y entrega de éste o de aquel jugador.

En nuestros grandes equipos hay estrellas que brillan cada jornada y que obtienen el reconocimiento de la afición por la regularidad de su juego más que por una actuación destacada de un día en particular. Hoy tengo que referirme, con admiración, con afecto, al jugador más entregado del fútbol español, al más regular, al mas bravo, un defensa con melenas que, siendo un nano, se enfundó un dia los colores blaugranas de su tierra catalana y que sólo los alternó, con el mismo éxito y la misma ilusión, vistiendo la «Roja», símbolo del equipo nacional español. Hoy me refiero a Carles Puyol, un futbolista que se inició, de jovencillo, como delantero y acabó como uno de los mejores defensas del mundo, reconocido así por los grandes del fútbol europeo.

Podríamos recordarlo como el autor de algunos de los goles clave -representativos de la furia y el genio de nuestro deporte rey- que nos dieron la Copa del Mundo; goles estilo Zarra, goles estilo Kocsis, pero también podemos recordarlo porque lo ha dado todo a lo largo de una trayectoria única, en la que no han importado las lesiones (algunas desesperantes, demoledoras), las heridas de guerra y los parones obligados por tropiezos no queridos.

Hay jugadores que son héroes de su equipo, sólo de su equipo. Su afición los idolatra, lo llevan en volandas, lo admiran hasta la exageración. Pero hay también jugadores cuyos millones de seguidores se reparten por la faz del mundo.

A Puyol lo quieren y lo admiran en Italia, en Inglaterra, en multitud de países. En más de una ocasión vinieron a por él, desde la competitiva Premier League, pero él se resistió pese a haber sido uno de sus sueños iniciales. La fidelidad a unos colores, a un club, a una selección, a una tierra, constituyeron las claves de la permanencia de Carlos Puyol en el fútbol español.

Parafraseando al Barón de Coubertin, impulsor de los modernos Juegos Olímpicos, Puyol ha dejado dicho en los campos de fútbol de todo el mundo que lo importante no es siempre ganar ni llegar antes que los demás; que lo que importa de verdad es participar, sudar la camiseta, pelear por unos colores.

Premiamos hoy a Carlos Puyol, no con la Bota de Oro, no con el Balón de Oro. Lo premiamos con la Fidelidad de Oro. Esa fidelidad que permanece toda la vida.