Quiero leer. Definitivamente. Leer como costumbre, como placer y también como oficio.

Quiero ser lectora oficial, animal lector, leona y que la vida me multiplique los días y las noches para volver sobre los libros leídos, que ya no son los mismos porque tampoco es igual nuestra mirada lectora, trabajada por los años y la experiencia, y también leer los títulos recientes que nos descubren las claves de estos tiempos actuales que algún día serán historia y, de entre ellos, hallar los que serán clásicos en un mañana donde, contra lo que se diga, seguirá existiendo la literatura, porque no es posible que desaparezca ese impulso vital y constante que lleva a mujeres y hombres a explicarse su existencia en el mundo mediante el lenguaje e interpretar, rebautizar desde su punto de vista los eternos conceptos que sempiternamente van asociados a la condición humana y que nunca dejarán de caer de sus perennes mayúsculas, por más velocidad que alcancen los accidentales y caprichosos trenes de la historia.

Como desde el invento del ser humano, de la palabra, como desde siempre, se volverá a escribir sobre la angustia vital, la fugacidad del tiempo y el amor y necesitaremos historias que nos lleven a vivir las vidas que nos faltaron por vivir o que nos expliquen la que hemos vivido. Porque siempre hay en algún libro, un personaje que ha vivido nuestra vida más o menos y unas frases que mágicamente ponen voz a nuestros propios pensamientos. Los libros nos comprenden cuando más incomprendidos nos sentimos, nos hacen compañía cuando más solos estamos.

Quiero volver a ese universo vegetal, amable y quedarme allí a jornada completa, más allá de las pantallas donde las letras virtuales tiritan con el temblor de lo fugaz. Frente a la rigidez del e-book, funcional y pragmático como un electrodoméstico, yo prefiero mi libro con sus páginas sensibles al recuerdo, capaces de registrar momentos únicos como el que testimonia esta flor marchita o estos granos de arena o este posavasos de una cervecería belga.

El libro vegetal, como ser vivo, se humaniza con nosotros, toma nuestra propia esencia cuando registra nuestras huellas dactilares y junto a nosotros envejece, perdiendo por el uso la rigidez de sus páginas que a la altura de cierta línea, nos muestran letras que pusieron borrosas la caída de una lágrima. Abrir un libro de hojas amarilleadas, compañero de fatigas y placeres en otro tiempo, es recuperar el diálogo con un viejo amigo que guarda con reverencia la memoria de nuestros momentos frágiles o confusos o plenos. Ellos saben del porqué de aquella lágrima, de aquella frase subrayada, de aquella nota al margen y ponen fragancia a los recuerdos. Aquel, que huele a mar, nos retrotrae a unas vacaciones en la playa, éste con olor a medicinas nos habla de una larga convalecencia en cama y ese otro de los largos veranos en el campo. Es abrirlo y empezar a chillar las cigarras, recuperar el pulso moroso de aquellas tardes interminables de adolescencia, cuando mi hermana y yo buscábamos la sombra de un olivo para descifrar libros de mayores, los que encontrábamos, que no entendíamos del todo, pero que, por eso mismo, nos fascinaban. Ella leyendo en voz alta y yo escuchando, nos perdimos por los infortunios de Cecilio Rubes, La Regenta, La romana y las enigmáticas premisas de Erich Fromm.

Los veranos eran temporadas de lecturas densas, las únicas que ofrecían las estanterías de la casa de mi abuelo. Así descubrí a Kafka, Thomas Mann, Anais Nin, Aldous Huxley y James Joyce en una edad más apropiada para Enid Blyton o Martín Vigil por empatía intuitiva más que nada. Entendía de aquellas zozobras vitales y angustias existenciales por mera predisposición genética. La melancolía es ya una clave de entendimiento entre muchos escritores y sus lectores. Por eso, es posible que una chica de dieciséis años pueda embeberse y sentir la decadencia de la mujer, leyendo «La mujer rota» de Simone de Beauvoir.

Ser lector y ser escritor es una manera de ser más que nada y en ello suele entrar el componente de la melancolía, un mal maravilloso que fue considerado enfermedad en otros tiempos y que será analizado por Lourdes Blanco Fresnadillo en un ensayo «Saturno y la melancolía» que estoy deseando llevarme a la vista.

Como escritora y lectora, me siento muy próxima a este mal de la melancolía, aunque, sobre todo, como lectora, que es lo que soy antes que nada y lo que aspiraría a ser de modo profesional, tal y como confesaba Almudena Grandes; «yo lo que quería es ser lectora de mayor, pero como no pagaban por eso, tuve que dedicarme a la escritura». Una declaración de intenciones que nos lleva a la célebre cita de Jorge Luis Borges «Que otros se enorgullezcan por lo que han escrito, yo me enorgullezco por lo que he leído». Frase borgiana que venía persiguiéndome desde hace unos días y que hallé con grata sorpresa en el arranque del pregón de la Feria del Libro de Málaga que escribió y leyó Alfredo Taján el pasado miércoles con el título «La vuelta al libro en ochenta mundos». El escritor declaró por su parte que podía vivir sin escribir, pero nunca sin leer. Y yo añado que ningún escritor que no lea constantemente, podrá escribir algo de valía.

Como mi asignatura pendiente en esta Feria del Libro, es la literatura actual, voy a embarcarme en la empresa de buscar los escritores leídos que me acompañen en mis próximos viajes.

Este grato sol primaveral aconseja la aventura. Viaja, lee, piensa; despierta. Vive.