No hay letras peores que las letras de cambio, pero no es a esas a las que me refiero. Decía Lorca que hay almas a las que uno tiene ganas de asomarse, como a una ventana llena de sol, por eso ayer me asomé un ratito al sol de sus ventanas. Ayer me asomé a las almas de mis amigos Fernando y Nacho. No sé si la idea fue mía o fue de ellos, pero yo tomé nota. Ambos me dieron la pista sobre lo que escribir hoy. Yo, repito, tomé nota, pero tan a mi manera que ahora, puesto a escribir, no acierto a descifrar las tres líneas que escribí. Si fuera la primera vez, me preocuparía, pero no, uno como parte de la autoría de sí mismo, ya empieza a acostumbrarse a no entender ni su propia letra. A veces, solo a veces, menos mal...

La prisa alimenta la mala letra y la convierte en un conjunto de ideas vacías. El «despacito y buena letra» de toda la vida cada vez se hace más imposible, porque la prisa se ha convertido en una constante en nuestra vida. La mala letra, en su literal o en sentido figurado, forma parte de la historia de la humanidad. Si, al menos, la mala letra fuera una señal de estar regresando a aquella niñez de la que nunca debimos marcharnos, sería algo bueno, porque la madurez de un niño es mucho más gratificante y más saludable que la de un no niño. No estaría mal volver a aprender a citarnos en los columpios a la salida del trabajo. Nada mal. Aunque algunos deberíamos madurar un poco antes de acudir a esa cita. ¿Se imaginan al señor Rajoy diciéndole al señor Montoro «cuando madures te espero en los columpios...»? Yo no puedo imaginármelos, pero, si lo hicieran, ambos terminarían mejorando en todos los aspectos, estoy seguro. Además seguro que dirían menos mentirijillas de esas que nos empobrecen a las que nos tienen tan acostumbrados...

A lo largo de mi vida alguna vez me he preguntado si el hábito de los profesionales de la política de prometer una cosa y hacer otra distinta no responde a una cuestión de mala letra, y no de mala cabeza o de malas prácticas, como propugnan algunos. Ya saben, con la prisa de las elecciones estas criaturitas de Dios escriben una cosa que a posteriori no logran descifrar y claro, terminan, sea, haciendo otra cosa distinta a la prometida, sea, no haciendo nada. Quizá, para oficios cuyas prácticas pueden convertirse en asuntos de alto riesgo, debiera ser preceptivo un concienzudo examen caligráfico de los sujetos agentes, así lo sujetos pacientes nos veríamos menos zaheridos y menos descalabrados. Digo yo...

En turismo, por ejemplo, ¿cuántos cientos de actas hay escritas con sesudos acuerdos de sesudas personas que dedicaron horas y años a discurrir descifrando e identificando las barreras de nuestro turismo malagueño y andaluz, y pergeñando planes para derribar las barreras; planes que, a la postre, nunca llegaron a ningún sitio? Seguro que la mala letra tiene algo que ver, porque, la verdad, se me hace cuesta arriba aceptar que puedan existir otros motivos menos confesables o menos decorosos. Hombre, puestos a deducir, quizá también ocurra que sea la mala letra la que nos haya impedido gestionar el cambio con garantías y por eso nunca lo hemos gestionado siguiendo las pautas de una hoja de ruta, sino con anotaciones como la mía de ayer, que transcurrido un tiempo no hemos acertado a entender. La verdad es que la mala letra a veces tiene más peligro del que aparenta.

Por aportar algo, se me ocurre proponer que cuidemos nuestra caligrafía, porque de ella puede depender nuestro futuro, y que hagamos nuestro el proverbio que dice que si queremos llegar rápido hagamos el camino solos, pero si lo que queremos es llegar lejos, entonces es mejor hacer el camino acompañados. Seguro que si cuidamos nuestra caligrafía y hacemos de nuestro turismo un viaje compartido, en el que cada uno hace lo que le corresponde, sin pretender que sean solo unos pocos los que tiren del carro, el resultado será otro distinto al que mi mala letra de ayer me ha traído hoy, muy a pesar de mis amigos Nacho y Fernando y de sus hermosas almas, que son como las ventanas llenas de sol de Federico.