Estable dentro de la gravedad. No hay órgano que no se haya visto afectado seriamente por el peligroso foco de infección que es la mediocridad política que nos gestiona las enfermedades del alma y de la vida. España lleva años con una precaria salud democrática, económica, ética, cultural y social. Sobrevive entre la UVI y la UCI, sin saber de qué color es el silencio a salvo de planta. Ese limbo al que habrá que seguir esperando porque el último parte médico nos advierte de que estamos ebolizados. La ministra Mato nos ha contagiado el miedo a la inoperancia y el pánico a la enfermedad. Su tratamiento de choque a la infección de la auxiliar de enfermería gallega, nos subió de golpe la temperatura del bochorno y del estupor. Tampoco la ayudó la intervención del Consejero de la Comunidad de Madrid al culpabilizar a la afectada de contagiarse por negligencia y de mentir. Ambas señorías desconocen que el sentido común es un salud contagiosa. Que ante la irrupción de estas crisis hay que transmitir seguridad y tranquilidad, además de tener un liderazgo ante el colectivo sanitario y los medios de comunicación. Justo lo contrario de comparecer con pánico en el rostro y en la voz, o con la arrogancia acusatoria de quién presume de tener la vida asegurada. En otro país hubiesen sido cesados. Un wassap parea sanarnos. Aquí, en cambio, se les deja en segundo plano dentro del gabinete de la crisis. Qué poco se exige a los cargos públicos y qué poco celo expresan ellos en su labor. Me suben las pulsaciones el que los políticos nos sigan tomando por imbéciles y que a esta señora le tengamos que pagar hasta su extremaunción el privilegio de un sueldo por su pésima profesionalidad. Tampoco sale indemne el amarillismo periodístico propagador de alarmismo y su idiotez de convertir a un perro en una dramática víctima.

Los buenos gestores saben que es necesario tener un plan de crisis frente a los imprevistos terremotos sociales. Un incendio, inundaciones, la muerte súbita de un dirigente, un atentado terrorista, el brote de una peligrosa enfermedad contagiosa requieren la existencia de una previa estrategia que ponga en marcha, con rapidez y eficacia, un protocolo de urgencia. Pero lo habitual es que los de arriba, cuando los técnicos -tan ninguneados en este país- aconsejan tener este plan de código rojo, pongan cara de póquer o sonrisa financiera. Esa que mezcla gasto y rentabilidad, suficiencia y desdén. Y si ruge la marabunta pues a improvisar. Un error imperdonable certificado por el contagio de Teresa Romero provocado por el fallo multiorgánico de todo un sistema con las defensas bajas y la anemia neuronal de la politización. No es lógico que se repatríe a los misioneros afectados por la infección sin contar con los recursos pertinentes para atenderlos, obviando que el único hospital español para el tratamiento de infecciosos y enfermedades tropicales se había cerrado, como parte del plan de ahorro de gasto sanitario de la Comunidad de Madrid. Tampoco que la planta habilitada del Carlos III para tratar a los afectados tuviese que montarse deprisa y corriendo, sin disponer de un laboratorio capacitado para analizar las muestras de los enfermos ni contar con personal experto en el tratamiento, al haberlos despedido o trasladado a otros centros sanitarios. O que sólo un cursillo de formación de 15 minutos y unos trajes especiales -que arrojan bastantes dudas sobre su seguridad- fuesen las únicas medidas con las que subsanar la falta de un protocolo que exige poner en cuarentena a todos los implicados en el tratamiento del virus. Menos mal que Teresa Romero no salió de Madrid ni de España en los días siguientes. Es preferible no pensar qué podríamos estar debatiendo ahora ni en la gravedad de las consecuencias.

Este último infarto, que ha necrosado el corazón del sentido común y de la gestión sanitaria, no es nuevo. En pocos años hemos tenido una ministra que hizo frente a la crisis de las vacas locas aconsejando hacer caldo con huesos de cerdo y otro que alabó las bondades de consumir yogures caducados. No es extraño que la actual representante gubernamental, después de recomendar al principio de su gestión el uso de hierbas naturales para ahorrar el gasto en medicamentos, contribuya al negro currículum ministerial con el Kit ébola de la Señorita Mato.

Esto no ha hecho más que empezar. Las fronteras son permeables al tráfico clandestino de enfermedades. En el sur de Europa las pateras suponen una seria amenaza contra la que no existe ningún protocolo de actuación. Y el último informe de la OMS (a la que tampoco hay que creer demasiado después de las sospechas de su participación en el millonario negocio de las farmacéuticas con los antídotos pandémicos -recordemos sus millonarias ganancias con el Tamiflú de la gripe A-) estima que se han producido 4.033 muertes desde el comienzo de la epidemia y que en enero el número de infectados podría llegar al millón y medio.

A la realidad no se la puede aislar pero si es conveniente gestionar con eficacia sus amenazas. Es prioritario combatir el contagioso miedo de la desinformación que conduce al pánico social. Un síntoma igual de peligroso que la superstición y la hechicería que hacen más complicada la sanidad en África. Es imprescindible también mejorar la protección del personal sanitario, acondicionar más espacios para el tratamiento y llevar a cabo una gestión transparente.

¿Serán nuestros políticos eficaces por una vez? Estamos ebolizados y la foto de mi amigo Villalta de una pintada en el barrio de la Viña me lo deja claro: estamos ante una indesconocible dimensión. Lo malo es que frente al miedo y la inoperancia nuestros políticos no tienen la gracia de los gaditanos.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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