Los números cuentan, los números nos cuentan. Están, agazapados como fieras a punto de saltar sobre su presa, por todas partes: en las matrículas de los coches, en los escaparates de las tiendas, en las cajas de embalar, en los documentos de la cartera, en las paredes de los ascensores. Números pequeños que aplastan el vientre, para camuflarse mejor, en el lateral de los lápices de colores. Números grandes que se echan a volar, orgullosos como gavilanes avizorando reptiles y roedores, en el lomo de los aviones. Números en las botellas de vino, el envase de los yogures, el plástico que envuelve un pastelillo, la contraportada de los libros (y en cada una de sus páginas para no dejar de vigilar a los lectores, sus enemigos naturales, ni un instante), las monedas y billetes, el mango de un martillo, los sobres, el cascarón de los huevos, las bombillas.

Los números tienen los dientes afilados, las garras tensas, los ojos vidriosos. Depredadores que nunca se sacian por mucho que coman, no duermen, no se dan un respiro, no bajan nunca la guardia. Son codiciosos, avaros, sanguinarios, inmisericordes, opacos: aprietan una mandíbula contra la otra y trituran todo lo que se queda atrapado en medio. Los números cuentan con nuestros dedos: cuando la suma les cuadra, nos los arrancan y se los comen para festejarlo; cuando la suma no les cuadra, nos los arrancan y se los comen como castigo a nuestra desafección, nuestra desobediencia, nuestro pavor incontrolable. Los números son siniestros, graníticos, laberínticos, finales: su contabilidad es diabólica, sus cuadernos de apuntes son ilegibles a causa de la mucha sangre derramada sobre ellos, sus balances no los firma un administrador aplicado sino el terror en persona.

Los números han conquistado el mundo. Los países ya no son gobernados por el capitalismo o el socialismo, por la democracia o la dictadura, por los ricos o los pobres, por el norte o el sur, por oriente u occidente, por blancos o negros o amarillos, por policías o ladrones, por cristianos o musulmanes o budistas o hindúes, por los cultos o los analfabetos. Los países (y todo lo que hay dentro de ellos: seres humanos, ideas, obras de arte, profesiones, hospitales, bosques, ríos) son gobernados por el número, están hechos a imagen y semejanza del número, se han sometido en cuerpo y alma a la ley del número.

Números de colmillos como cimitarras. Números de músculos como arrecifes. Números veloces como el relámpago. No hay quien pueda librarse de ellos. Han logrado inscribirse en nuestros corazones, tatuarse en nuestros sueños, dejar una huella profunda en nuestros proyectos de vida. Los números nos cuentan, los números cuentan: los días vividos y los que nos quedan, las veces que hemos amado y las que nos han odiado, el dinero que tenemos y el que nunca llegaremos a ganar. Los números lo cuentan todo y, al hacerlo, nos hacen creer que ese cuento es el único cuento verdadero, que todos los otros cuentos (el de las fábulas y las religiones, el de las novelas y las películas, el de la ética o la poesía) son falsos, ilusorios, los balbuceos de un loco o de un enfermo. Los números saben cómo nos llamamos, nuestra dirección, la talla de nuestros pantalones, nuestro teléfono, cuántos kilómetros recorremos a la semana, la marca de nuestra bicicleta. Los números, implacables, rencorosos, nos poseen y nos hacen movernos a su antojo. Somos sus marionetas, sus criados. Y ellos, hoy más que nunca, nuestros dioses, esa sombría energía universal a la que nos hemos sometido.