Unos turistas norteños de inquieto deambular y camisolas de marca buena, precio caro y reconocible emblema equino, inquieren al viandante por «una famosa taberna» de la que les han hablado mucho. Uno le responde que El Pimpi. Pero no. En esa ya han estado, afirman. Tienen más bien cara de haber estado en un sitio donde dan bolsos y complementos pero por la descripción uno piensa que se refieren a la Antigua Casa de Guardia, que también es sitio célebre, castizo y objeto de guía turística.

Chicos ratos de felicidad ha pasado uno en la tal taberna, entre pajaretes, desclasadas discusiones sobre la lucha de clases, mejillones sabrosos, cañas de cerveza y epigramas. Recurrente y mágico lugar para los segundos tiempos o prórrogas de tertulias en la cercana librería Luces, luego de la presentación del libro de algún escritor amigo. Siempre se entra de día en «en casa del guardia», que es como la nombran los afectos, y siempre se sale de noche. Esto sólo ocurre en las tabernas del realismo mágico o cuando uno va al cine a ver una superproducción americana de tres horas. De otros establecimientos más prosaicos, incluso con mejor vino, es al contrario: se entra de noche y se sale de día. En Casa de Guardia lo importante es entrar, detener el tiempo (y al camarero), pedir algo y filosofar como en feliz mediodía de sábado despreocupado mientras fuera cae el lunes a plomo o un miércoles tiene la vulgaridad de acontecer. No le cuento todo esto a los turistas porque seguramente les importará un pimiento. A la hora del mencionado diálogo, los platos de aceitunas tintinean a cientos en las barras, es medio fiesta, cae un sol primaveral de ese que empalma a los poetas pero que no broncea lo suficiente y percibimos un olor a mar que si fuéramos líricos consignaríamos acertadamente con un adjetivo preciso aunque gastado por el uso. Pero es que huele a mar. Simplemente. Uno lamenta no poderse ir también a la Antigua Casa Guardia. La sola enumeración de las tareas laborales, domésticas, familiares -añadidas a las que uno se impone-, consumirían no sólo la hora del aperitivo, también la del almuerzo y la siesta. Se cruzan por la mirada muchos más turistas, niños con tambor, hombres de trono vestidos de hombres de trono, familias, aparcacoches, vendedores de limones, quinquis, bedeles, zurupetos y oficinistas. Tras el diálogo, reinicio la marcha, olvido comprar el pan, cruzo la calle por sitio indebido, desisto de poner la lavadora y silbo para espantar la tortura de pensar que tal vez no le haya dado bien la indicación del camino correcto.