El café, el vino y la cerveza son tres líquidos elementales en la dieta de cualquier español medio. Si el café es uno de los puntos fuertes en nuestra ciudad y el vino cuenta con casas excepcionales donde beberlo, tomarse una cerveza bien tirada siempre ha sido una labor complicada en Málaga. Si en cualquier antro medio indecente de Madrid te cuidan la espuma de la caña como un barbero, aquí se tiende -por definición- a utilizar el más peyorativo uso del término tirar una caña. Como salga salió. Lo que yo te diga, que soy un experto. Son pocas las esquinas de la Ciudad Genial en las que tomarse un zumo de cebada servido con maestría. Ni siquiera la moda de las artesanas -el nuevo boom, como lo fue el gin-tonic-, que ha traído ales y pale ales de altísima calidad, ha servido para despabilar al personal. Que sí, que en Málaga tenemos un tiempo acojonante y que nuestras terrazas no están pagadas, pero es que no hay comparación entre una buena caña, con su espumita densa y cuidada. Yo soy de Mahou malcriada, de la madrileña que recibe todo el cariño del camarero que la sirve. A esta no le hace falta más que una paleta, paciencia y un buen rato. Donde se ponga un dedo de espuma con fuerza, casi masticable, que marque los sorbos -como anillos de compromiso en la relación más duradera que la mayoría de los seres humanos tenemos a lo largo de nuestra vida-, que se quite todo lo demás.

A ojos de ese genio de la filosofía postmoderna que es Homer Simpson, la cerveza es el jugo de la sabiduría que expande nuestras mentes, y aunque el alcohol sea «la causa y a la vez solución de todos nuestros problemas», uno no bebe cerveza para olvidar, sino para disfrutar de una buena compañía. Defendamos, pues, la cerveza de grifo bien tirada, fresca, glacial, y bien cuidada. Brindemos con ella y por ella.