En la tumbona de la derecha una mujer (mediana edad, bañador rojo sangre, pelo castaño, toalla negra) lee un libro de Stephen King. Aprovechando que lo deja unos instantes en el suelo para beber unos sorbos de líquido verde de una botella, miro el título: Misery. Ah, me digo, esa novela, convertida también en película, en la que la fan de un narrador de éxito, aprovechando que éste ha tenido un accidente de coche cerca de su casa aislada en el campo, le secuestra para obligarlo a escribir para ella. Cuando el escritor se va recuperando de sus heridas, ella, la lectora feroz, la lectora salvaje, para no privarse de su diversión, se las provoca de nuevo: en la película rompiéndole los huesos de la pierna con un martillo; en la novela cortando uno a uno los dedos de sus pies. ¡Qué horror estar leyendo eso en la piscina, medito, mientras me levanto para darme una ducha y hacer unos largos!

Al regresar a mi hamaca veo que en la de mi izquierda hay un señor (mediana edad, bañador azul desvaído, pelo rubio, toalla pistacho) leyendo Almas muertas, una obra maestra del siglo XIX escrita por el ruso Gogol. En ella un hombre va comprando siervos fallecidos sobre los cuales sus propietarios, al no estar actualizado el censo, tienen que seguir pagando impuestos para, una vez reunido un número significativo de ellos, poder pedir a cuenta de ellos un préstamo al Estado y así enriquecerse. Un timo sencillo, aunque macabro, que seguro que envidian los miles de políticos encausados en España por arduos casos de corrupción, si es que alguno de ellos, vendedores y cobradores de humo profesionales, no se ha inspirado en este libro para sus fechorías.

La señora de mi derecha me mira de reojo. Debe de haberse dado cuenta de mi interés, que es probable que confunda y crea que está enfocado no al libro sino a sus firmes muslos bronceados. Mientras no sea lectora de poesía, género al que soy fatalmente proclive, estoy a salvo de lo que pudiera estar maquinando, inspirada por el señor King, hacerme una vez seducido, convencido para acompañarla a su casa, drogado y atado a un somier de muelles con cadenas de barco. El señor de mi izquierda, por su parte, también parece haberse fijado en mí: quizás esté valorando la posibilidad de que yo sea un alma muerta, alguien con pie y medio en la tumba como mínimo, para, una vez adquirida a buen precio (o incluso gratis, como pasa en ocasiones en la historia de Gogol) y sumada a otras parecidas a la mía, meterse un buen puñado de euros en el bolsillo defraudando a alguna institución untada de antemano o ingenua por naturaleza.

Cada vez más inquieto por mis compañeros de piscina, que parecen haberse puesto de acuerdo para curvarse sobre mí como si fueran las dos partes de un paréntesis para atraparme dentro de él, me acuerdo de pronto de que yo también tengo un libro en mi bolsa. Lo saco y le doy varias vueltas para que ambos puedan fijarse bien en cuál es: se trata de una historia de la ópera (la de Jesús Trujillo Sevilla), algo que les desconcierta lo suficiente como para permitirme zafarme de su abrazo invisible y bajar corriendo las escaleras hacia la calle. Porque si me gusta la ópera, pienso que piensan, ni puedo ser un escritor de best sellers digno de ser secuestrado ni puedo estar lo suficiente muerto como para ser comprado. Uf. Y para que luego digan que leer es bueno.