Mi amigo Lars-Erik Björkman, el que fuera el jefe de Vingresor en la Costa del Sol malagueña, me había dado las instrucciones precisas para llegar con mi cochecito de alquiler desde mi hotel en Estocolmo a aquella remota península en el lago Mälaren. Allí se reunían, en una dependencia del castillo de Skokloster, los aguerridos vendedores del turoperador escandinavo Vingresor, el número uno de Suecia. Las ventiscas habían sido copiosas el día anterior. Me metí en aquel laberinto de estrechas carreteras campestres y bosques nevados, en el que me encontré al dejar la E-4. Una magnífica autopista, ésta, que echaría de menos cuando me dí cuenta de que al otro lado me esperaba algún que otro problema: el hielo, sobre todo en los bordes de aquellas rústicas calzadas. Nunca había conducido con tantos factores adversos. Pero amaba demasiado aquella tierra y el Skokloster me atraía, para dejar que algo malo me ocurriera.

Mi amigo Lars-Erik me había dado un par de consejos. Fueron providenciales; qué hacer o lo que nunca hacer con el volante o el freno cuando el coche se desliza por el hielo. Unos eficientes neumáticos suecos de invierno hicieron el resto. Me llevaron a buen puerto. Además todo aquello era como un reto. Y había que quedar bien. Estábamos al final de la década de los setenta. A los españoles nos recibían por toda Europa con los brazos abiertos. Desde unos comienzos casi míseros, a mediados del siglo, sin agua caliente ni desodorantes y parvas vituallas para la mayoría de la sufrida población, habíamos sabido crear, con imaginación y trabajo duro, una realidad turística irresistible. Y no solo eso: sin asustar a los caballos, como dicen los ingleses, nos habíamos convertido en un par de años, a partir de 1975, en unos demócratas bastante civilizados.

El Skokloster es un maravilloso castillo-palacio, un buen ejemplo del barroco civil escandinavo. En sus salones se exhibían pinturas notables, como el retrato del Emperador del Sacro Imperio, Rudolf II, el famoso «Vertumnus». Además de una hermosa biblioteca y colecciones de armas, vajillas y muebles. Fue construido por un noble militar sueco, el conde Carl Gustav Wrangel. Entre 1654 y 1676. Fueron los años de gloria del Reino de Suecia. En el verano de 1676 amaneció el último día de la vida del conde Wrangel. Las obras del castillo se interrumpieron. Los herederos tenían otras residencias y decidieron no continuar con aquellos costosos trabajos. Algunas dependencias del palacio nunca se pudieron terminar. Como el espléndido salón de banquetes. Todavía siguen por allí las viejas herramientas que se dejaron los constructores. Y allí las vi, cuando finalmente llegué al Skokloster, como un peregrino venido del lejano sur. Tenían razón mis amigos suecos. El Skokloster valía la pena. Parecía haber sido conservado dentro de una gota de ámbar del vecino y propicio Báltico.

Ya habrán advertido mis amables lectores que Suecia siempre ha sido para un servidor de ustedes el símbolo de un mundo mejor. Donde los gobernantes y los gobernados suelen ser gente honesta y competente. Y donde desde hacia siglos se seguían aquellas pautas que nos recomendaba Anatole France: «El humor y la compasión son dos buenos consejeros: uno, a través de la sonrisa, hace que la vida sea placentera; el otro, al hacernos llorar, hace que ésta sea sagrada.»