Los políticos se miran demasiado al espejo. Y no hablo del espejo de la opinión pública, a la que tanto se refieren, sino al espejo de sus cuartos de baño, sus salas de estar, los ascensores de sus pisos, el retrovisor de sus coches o el que les sostienen con mano firme sus asesores de imagen. También, y eso es lo más preocupante, al espejo oscuro de sus pulsiones inconscientes, que es ese lugar donde las aspiraciones y los deseos se confunden, provocando en ocasiones patologías de distinta consideración, con las frustraciones y los desamparos existenciales. Los políticos, actores de cara a sus votantes y a sus adversarios, son, además, actores frente a sí mismos. Y actores con tantos papeles divergentes por exigencias del guion (el dialogante, el histérico, el negociador, el populista, el saboteador, el filósofo, el sensiblero, el tertuliano, el mitinero, el intimista, el boxeador, el economista, el oportunista, el magnánimo, el historiador, etc.) que es fácil que terminen por no saber ni quiénes son aunque su oficio, tan retorcido en esto como en otras cosas, les dé instrumentos suficientes para fingir que sí y hacer que los demás les creamos.

Los políticos, cuando no les vemos, y al margen de su mayor o menor nivel en el escalafón, se lamen las profundas heridas narcisistas que su trabajo les produce. Y cuando llega el momento en que los arañazos vienen desde todas partes (compañeros de partido, comentaristas radiofónicos, rivales en la palestra de las instituciones, artículos de periódico, su entorno familiar o su propia alma desorientada), alzan la voz para transformar sus quejas o gemidos en altitonantes imprecaciones a todo lo que se ponga por delante. Mientras más corra la sangre más gritos proferirán, más bordes se pondrán y más mamporros dialécticos darán. Democracia de las cicatrices abiertas y las pústulas que escuecen. Parlamentarismo de gato panza arriba (o de león, ya que hablamos del Congreso, al acecho).

Es lo que estamos viendo a lo largo de estos meses de titubeos y encontronazos. Políticos de todos los signos probándose cualquier espejo que pase cerca a ver en cuál de ellos se ven más guapos o con gesto menos torcido o más futuribles y conquistadores de electores indecisos. Un narcisismo a la desesperada y enfermizo que no traerá nada bueno porque quienes lo practican se están olvidando, cada día que pasa (cada oportunidad de avanzar en positivo que pasa), de que lo importante no es el veredicto de los espejos sino las necesidades de las personas reales. Ellos, de hecho, son el espejo de esas personas reales (trabajadores y parados, hombre y mujeres, estudiantes y profesores, tenderos y clientes, pensionistas y bebés...), una responsabilidad que los políticos de verdad vocacionales e inteligentes entienden a la primera, pero de las que se olvidan enseguida los políticos oportunistas, tramposos, egoístas e incompetentes.

El narcisismo mal enfocado, como sabemos desde Freud, hace desgraciados a los seres humanos, que cuando se quedan encerrados en sus laberintos siniestros acaban teniendo comportamientos autodestructivos. También, siguiendo esta lógica, perjudica con gravedad a las sociedades, que cuando están en manos de dirigentes con una torcida relación con los espejos se estancan, se ponen a sí mismas palos en las ruedas y se abocan a infelicidades colectivas que hubieran podido evitar con un poco de sensatez y flexibilidad personal e ideológica. Es lo que vemos cada día cuando encendemos la televisión o abrimos las páginas de un rotativo. Políticos excesivamente peinados que expresan ideas excesivamente despeinadas o al revés. Una pena. Y también un peligro.