El dinero es ciego pero a la luz le teme. Es como el miedo al que le gusta esconderse. Y si es posible, hacerse invisible. Lo malo es que el pánico se vuelve insaciable. Más dinero se tiene, más necesario es ponerlo a salvo. Es una vieja incertidumbre del hombre. La única diferencia es que los pobres le refugian el sofoco en una lata de cocina o en un zulo doméstico. Los ricos, en cambio, lo relajan en una isla del paraíso. Esas que tienen nombre de alcobas exóticas en las que alcanzar el éxtasis de la carne, la consagración del descanso o la felicidad de un cónsul honorario con mucho tiempo para la pasión o la literatura. Seychelles, Niue, Bahamas, Baréim, Samoa, Vanuatu, Liechtenstein. Cajas fuertes donde el dinero se duerme crisálida y un día renace mariposa sin denominación de origen. No hay economía del delito que no tenga su paraíso anónimo. Sólo se exige pasaporte de vacaciones, el idioma de la economía furtiva y una moral de ida y vuelta.

Seamos honestos a pesar del cabreo panameño. Todos hemos soñado alguna vez con tener un mapa secreto con una x que sólo se lea desde el otro lado del espejo. Un tesoro al que disfrutarle su tercera edad o una irreconocible vida a placer cubierto. Lo que ocurre es que se necesita antes tener un buen dinero al alcance, un garfio en la mano o la rúbrica disfrazada para no dejar huellas digitales ni identidad reconocible. También valen un apellido de marca o un negocio empresario, con un capital razonablemente injustificable y la integridad de una máscara. Y si es posible una ideología como coartada. Igual que muchos de los que han sido descubiertos con una opaca empresita de sí mismos en la pacífica ciudad del Caribe, donde lo mismo se toma café de Colombia que café de Costa Rica. Cuando se trata de poner las ganancias a buen recaudo no hay discurso ni igualdad social que lo impidan. No le burla a Hacienda la cartera la clase media que lleva más de medio siglo y pico creyéndose su espejismo. Tampoco los trabajadores que cobran en negro la supervivencia de su derrota para no echarse a las esquinas con una navaja de hambre o la vergüenza a ras del suelo. De ellos no son los reinos fiscales. Aunque suelen ser los primeros en ser inspeccionados. Es cierto que la mayoría de ese dinero proviene de las drogas, del tráfico de armas y seres humanos, y de la corrupción. Pero también de todo tipo de conductas ilegales protagonizadas por personas que al tener millones prescinden fácilmente de su ética, a pesar de que no les resultaría tan gravoso contribuir con el Estado. La cuestión es que el fraude fiscal, en nuestro país y durante la crisis que nos mantiene en el alambre, supone más de 253.000 millones de euros.

Los Panamá Papers son tan sólo la punta del iceberg. Y la noticia con la que interesaba que el mundo temblase por un instante, sin que sepamos quiénes y por qué ha sido desvelada. Da igual. La indignación y el escándalo pasarán página. No existe voluntad política alguna, nacional ni internacional, de terminar con la orgía fiscal de los paraísos que atesoran la codicia del dinero. Lo mismo que aquí nadie dimite a lo islandés por la corrupción ni por emigrar capitales en silencio. Ni van a la cárcel o a la caja del fisco los que tienen el salvoconducto de su nombre o de un secreto político. Incluso a unos defraudadores se les perdona mejor que a otros por ser ídolos deportivos o culturales. Sólo a los autónomos se les pone bajo sospecha pública como cabezas de turco. Con los peces grandes estamos acostumbrados a que los amnistíen y les dejen blanquear un ínfima parte. A la riqueza de políticos, empresarios, artistas, deportistas, millonarios de clase, cazadores de fortuna, especuladores y otros profesionales S.A. no les impone que les impongan impuestos. Tienen acceso inmediato a las puertas del Ministerio del Tiempo por las que evadirse de Hacienda y de la Justicia. A ninguno lo han cogido con las manos en la masa, y de la mayoría de sus operaciones negras de guante blanco nunca nos enteramos. Si sucede, como en el caso Pujol o con los panameños de ahora, es porque hay de por medio ajustes de cuernos, intereses de lobbies privados, puntos de pádel en un partido entre ellos. La riqueza privada nunca es confiscada, devuelta ni invertida en economías en crisis. Es dinero intangible. Se sabe. Igual que sabemos que no hay misterio en el miedo del dinero. Sólo la codicia que entra en pánico si las bolsas padecen vértigo o si se intuye un gobierno por los derechos sociales.

Oxfam calcula, a partir de datos del Fondo Monetario Internacional (FMI) que la inversión empresarial en paraísos fiscales entre 2000 y 2014 se ha multiplicado por cuatro. En 2015, el dinero oculto ascendió a 7,6 billones de dólares. De esos 7,6 billones de dólares los países europeos tienen 2,6 y 1,2 los EEUU. Igual de indignante resulta conocer que 34 de las 35 empresas españolas que cotizan en el Ibex tienen 810 filiales en paraísos fiscales; y que habitualmente las grandes fortunas españolas y los consejeros de las corporaciones empresariales poseen unos 160.000 millones en esos mismos destinos, entre los que sólo Suiza blinda unos 80.000 millones. A estas evasiones hay que sumarles las pérdidas amparadas en la letra pequeña de la ley. Son las que aprovechan las grandes compañías y multinacionales para trasladar parte del beneficio a países de conveniencia fiscal, como Holanda o Luxemburgo, y de allí a paraísos fiscales. La economía nos mata lentamente en la ciénaga del otro lado del paraíso. Las grandes empresas y la banca siguen sin hacerle a los infartados de la crisis el boca a boca. Lo suyo es asegurarse oxígeno para ellos solos. Veámoslo: el Santander ganó el pasado año 5.966 millones de euros, un 2,6% más que en 2014, y propone estos días un ERE de más de 1.200 empleados. No debería permitirse la inmoralidad legal de la riqueza o al menos habría que castigarla fiscalmente.

Es mejor no leer la prensa. Ni escuchar la radio. Sólo la tele nos ofrece el soma de Huxley. El mundo se ha vuelto loco. Lo real es aterrador. Nos amenazan los dictadores del populismo reclamados como escoba y salvadores por el escepticismo y la desesperación. De cerca la crisis nos seca lentamente el porvenir, augurándonos un árido futuro. El panorama Rulfo empeora con el aumento de denuncias en Andalucía y Levante por la práctica permitida de espantar las lluvias sembrando con alas yoduro de plata entre las nubes. Me dan ganas de hacer como Patrick Mc Dermott, de quien se decretó su defunción en el mar en 2005 y ahora se sospecha que vive tan pancho en un pueblo de México donde corre por la playa, disfruta del tequila y de la charla con unos vecinos que se han conjurado para que nadie encuentre al muerto. Eso o hacerme un panamá conmigo mismo como capital.

A veces la vida te exige la revolución, el exilio interior o una clandestinidad vigilante y en paz. Que cada cual escoja lo que crea que será su paraíso offshore.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com