Hay, según la clásica y muy sabida frase de Albert Einstein, dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, «y del universo no estoy seguro», apostillaba el sabio, con lo que dejaba aislada y sola a la estupidez humana, tan inconmensurable, absoluta y total.

No voy a ponerme a estas alturas a porfiar con el tío Alberto, entre otras cosas porque estoy esencialmente de acuerdo con él, aunque a mí me preocupe no tanto la dimensión del caso como su difusión. El problema de la estupidez humana no sería tan preocupante si quedase restringido, si fuese, como la genialidad, un rasgo diferenciador, extraño, infrecuente, pero lo malo, lo auténticamente malo de la estupidez humana es que está muy extendida, que nos acosa por todas partes, que en cualquier lugar se hace notar vivamente.

En estos días andamos todos alterados por las imágenes de unos idiotas, fanáticos enfermos de rencor, golpeando a dos mujeres por el simple hecho de llevar una camiseta de la selección española, cosa que a esos tipejos les parecía la peor de las ofensas. No estoy en condiciones de ponerme nacionalista porque es un error que aún no me he permitido. Yo lo de la patria tiendo a verlo con una cierta distancia, casi desde el mismo plano que miro la religión y otras certezas inamovibles. Ante estas cuestiones suelo tener en cuenta que hace nada más que dos mil años adorar a Zeus y toda su corte era de lo más normal y casi obligatorio en el Imperio Romano, y que nadie se tomaba a broma a esas criaturas como hacemos actualmente sin ningún rubor y estando seguros de que no ofenderemos la sensibilidad de nadie. Del mismo modo, hace solo seiscientos años España no era España, y no podemos estar seguros de que dentro de otros seiscientos lo seguirá siendo. Las cuestiones del territorio, de la fe y de casi todas las certidumbres es más movedizo de lo que parece, de modo que quizás sea una buen ejercicio relativizar un poco y no andar por ahí reclamando como inmutable lo que con tanta facilidad puede ser alterado, porque corre uno el riesgo, a poco que se ponga, de convertirse en un fanático, y eso tiene mucho peligro, porque es precisamente de las absolutas verdades de donde salen las inmensas idioteces. Casi en lo único que creo es en que cada cual, en el uso de su libertad, puede creer lo que le parezca, pero quizás convenga andar con cuidado para no pasarse de la raya. Entre el creyente y el fanático media un abismo, pues mientras el creyente ama, el fanático, téngalo en cuenta, solo odia.