Siempre me intrigó el uso de la palabra «salamanquesa» para referirnos en castellano a esos enigmáticos a la vez que cotidianos reptiles que animan las noches de verano. Por eso esbocé una sonrisa la otra tarde cuando una amiga mallorquina me reveló que la palabra catalana para nombrarlas es «dragó», que a mi juicio describe con mucha mayor justicia su aspecto formidable y sus habilidades casi mágicas de sostenerse sobre paredes y techos, sublimadas por el carácter nocturno de su comportamiento.

El seguimiento de sus ondulantes incursiones insectívoras ejerce un efecto hipnótico sobre el espectador, que las observa mientras acechan a sus presas en el borde del halo luminoso de la farola y apuesta sobre las posibilidades de éxito del pequeño cazador, que tantea el revoco de la pared con sus dedos adhesivos antes de lanzarse a la carrera. Un sprint fulgurante y la mariposa nocturna está acabada; se ha convertido en una maraña de patas, alas y antenas asomando entre las fauces del monstruo mítico.

En casa siempre hemos mirado a las salamanquesas con profunda simpatía, que este verano se ha redoblado ante los estragos provocados por los mosquitos tigre; ahora las vemos como aliadas además de como amistosas vecinas. Pero la llegada del otoño ha puesto fin a la actividad humana en porches y terrazas, de modo que estos dragoncitos pueden continuar su actividad predadora en el anonimato; aunque todavía pueden proporcionar muchos momentos de gloria a quien permanezca ojo avizor a través de los cristales de la ventana.

A veces, el prodigio se manifiesta ante nuestros ojos sin necesidad de recurrir a los documentales de La 2. Cuidemos a nuestros dragones.