Tendría yo unos once años aquel día que don Leopoldo empezó su clase recitando "¡Abenámar, Abenámar,/ moro de la morería,/ el día que tú naciste/ grandes señales había!" y me quedé prendado para siempre del Romancero Español, amor que los años y la vida no han disuelto, como ocurre siempre con los grandes amores. Es cierto que yo ya venía letraherido, que había gastado muchos días y algunas noches a hurtadillas leyendo cuanto caía por mis manos, pero el descubrimiento de aquella maravilla aún hoy me agarra un nudo en la garganta. Nunca se lo agradecí bastante al bueno de don Leopoldo, al que imagino en un paraíso diseñado por Borges, una infinita biblioteca y toda la eternidad para gastarla en ella.

Ignoro si estas cosas, las de encender vocaciones inquebrantables, saldrán en ese informe PISA que tanto inquieta. Ignoro, también, si quedan aún maestros de ese corte, de los que rompían la monotonía de la lluvia en los cristales con versos escritos quinientos años atrás, recitados de memoria y con respeto, como quien reza, inculcándonos con ello, si no el amor, al menos la curiosidad, las ganas de saber qué era aquello, y la voluntad de no parar hasta saberlo. Ignoro si saber esas cosas eleva el nivel en esas pruebas que miden la competencia en lectura, en ciencias, en matemáticas, aunque sospecho que no.

Pero también sospecho que, poco a poco, hemos llegado a donde los sucesivos y mudables planes de estudio nos han ido llevando, y estoy convencido que todo ha sido de forma premeditada y artera. Que el tecnicismo se ha impuesto frente al humanismo, y cada vez es más importante moldear operarios que sepan, casi exclusivamente, de algún asunto tecnológico (a pesar de que su obsolescencia, también, esté programada), que tener por ahí ciudadanos con pensamiento crítico y una decidida vocación por la belleza y sus aledaños, con lo que eso espabila. Y esto me preocupa más que el dichoso informe PISA, porque el desapego general hacia las humanidades y sus disciplinas es un alejamiento peligroso de las raíces más profundas de nuestra esencia humana y un acercamiento muy peligroso a la docilidad.

Por eso me hacía tanta gracia cuando David Leo García decía en "Pasapalabra" que con sus ganancias quería montar "una academia de saberes inútiles", porque era como llamar a la revolución. Porque esas cosas que en realidad no sirven para nada, que no son ni evaluables ni mensurables, que muchas veces solo valen para pergeñar algún verso o alguna prosa y para entretener a los amigos en las sobremesas, tienen el potencial de hacernos humanamente libres.