El teatro es una conciencia que te despierta y no te deja escapar a sus preguntas. Responderlas exige que cada uno se enfrente a sus propias palabras para saber si están caducas, si son adjetivos de una coartada, términos adosados a una educación o si creemos en su verdad. Cuando esto ocurre el teatro que nos ha contado nos convoca a seguir a su alrededor, a pensar a fondo en el encantamiento de lo que nos ha hecho vivir. Me sucedió este viernes en el Teatro Echegaray con la historia Me llamo Suleimán de Antonio Lozano, dirigida por Mario Vega. El relato de un chico de dieciséis años que emprende un viaje desde Malí a Melilla, interpretado por una animación de sí mismo creada por Juan Carlos Cruz, mediante más de 30.000 imágenes reducidas a un centenar de clips integrados convincentemente en la historia, y por la actriz Marta Viera que durante 70 minutos te adentra en una historia que se te anuda a la garganta y te tiembla en su voz llenando de ternura, de orgullo, de amistad, de dolor y esperanza el monólogo a medias entre Suleimán e Isabel, la niña blanca del colegio de Canarias a la que cuenta la primera parte de su historia.

Es maravillosa la intensidad de la situación vital de cada uno de los sentimientos que escenifica esta actriz -demostrando lo qué es la artesanía del intérprete, s temperatura y sus credibilidad- que se vacía en la piel y en el corazón del chico que se desdobla junto a ella en la sencillez expresionista de un dibujo trazado en la noche y en la arena, en la pared de 90 cajas de cartón que Elena Gonza convierte en la memoria mitológica de la magia, en el coraje del rey que fundó Malí, en un majestuoso baobab bajo el que Badiágara es una madre que llora, y también un desierto y un mar donde la muerte cobra, cubre y calla la esperanza naufragada de sus muertos. Cómo muerde en la negrura de la escena la muerte de un inmigrante en la verja de Melilla por un disparo siempre equivocado, la incomprensión de sus compañeros adolescentes ante el hecho de que un sueño se emborrone de sangre. Otra herida resbala por los ojos cuando es el desierto del abandono el que vence la vida de Musa, el mejor amigo del protagonista. Es como si Antonio Lozano, que conoció a un chico parecido cuando trabajaba en un instituto de Agüimes al que llegó después de sobrevivir al cayuco y acceder a una enseñanza de lápices de colores entre la alegría, el racismo y el mote peyorativo de Eto, hubiese hecho el mismo viaje como un polizonte del color de la desesperanza y el hambre de porvenir.

No me extraña que esta obra producida por Unahoramenos triunfase en los Premios Réplica de las empresas de artes escénicas de Canarias de 2015: Mejor espectáculo, Dirección, Interpretación femenina, Autoría, Escenografía y Premio del Público. Pocas veces se conjugan cada uno de estos apartados en la belleza plástica de la puesta en escena, en el conmovedor trabajo de una actriz que demuestra amar el teatro hasta el punto de haber aprendido el bámbara para cantar sintiendo la savia y el desgarro de las dos bellas canciones Chérie SÉn Va y Papa de Salif Keita. Que importante sería que muchos más espectadores pudiesen maravillarse con el trabajo de todos los que han trabajado en este montaje y con los valores que transmite la tristeza de su historia, la naturalidad con la que dan a conocer cómo es el viaje del emigrante -tanto el que se realiza entre África negra y el norte de Marruecos, a través del Sáhara, como el que transcurre entre las costas africanas y las Canarias. Un propósito al que Lozano añade la denuncia por un lado y por otro la idea de dar a comprender mejor la decisión que toman miles de hombres y mujeres y por qué lo hacen a pesar del peligro que conlleva.

No se olvida tampoco de reivindicar que cada inmigrante es un ser humano único e irrepetible, en lugar de entenderse como una masa uniforme, que acomete una empresa heroica y generosa ya que su finalidad es salvar a los suyos. «También es una invitación a reflexionar sobre la primacía que debería tener el derecho a la alimentación sobre todos los demás derechos humanos, y acerca del hecho de que a un lado de la valla exista un mundo en el que se tiran millones de toneladas de comida al año, mientras que al otro lado la gente se muere de hambre». Más que suficientes razones para que la obra pudiese contemplarse, aunque fuese en versión filmada, en todos los colegios de España.

Hemos visto muchas veces este drama y deberíamos tener aprendida e interiorizada su lección moral y humana. Hay películas igual de hermosas y realistas, poéticas y amargas, como Flores de otro mundo de Iciar Bollaín; Las cartas de Alou de Montxo Armendáriz; El Visitante de Thomas Mc Carthy o Samba de Olivier Nakache y Eric Toledano que han contribuido a despertarnos y a que no rehuyamos su dura realidad. Lo mismo han hecho novelas como El viaje de Kalilu en cuyas páginas el gambiano Kalilu Jammeh cuenta los avatares de su ruta, acosados por los traficantes que les robaban el escaso dinero y las ropas, y abusaban de las mujeres que viajaban con ellos en una dura travesía a pie en la que uno o dos hombres morían cada día en un grupo de 80 personas de las que sólo cinco alcanzaron su destino. Su tono, al igual que el de las historias cinematográficas y el de Me llamo Suleimán, narra entre el desencanto hacia la naturaleza del ser humano y la sed de esperanza. Y a veces también aborda la otra frontera, la invisible. Esa que cruzan cada mañana los trabajadores sin papeles que salen del metro evitando los controles documentales de la policía, conscientes de que habitan un no lugar en las calles, en las obras de construcción, en los barrios marginales: pequeños espacios físicos en los que sus derechos no existen.

Saber es una obligación. Según N´Diara Ndyae, presidenta de la Alianza para las Migraciones, unos 12 millones de subsaharianos han subido por Níger en busca de Europa. El viaje sobre el que Joel Millman, portavoz de la OIM en Ginebra, advierte el cobro por tercer año consecutivo de más de 3.000 víctimas mortales en el Mediterráneo central. Da igual. Las cifras se las llevan las olas, el viento del desierto cubre sus huellas. La precisa formulación del problema no encuentra manera de despejar la incógnita de la solución. ¿Hipocresía, corrupción, ineficacia, falta de auténtica voluntad política? En la cumbre celebrada en Malta el pasado año la UE acordó la creación de un Fondo Fiduciario para África con un saldo inicial de 1.900 millones de euros en ayudas directas destinadas a hacer frente a la inmigración. Este año la cifra aumentó en 50 millones y se reservaron además otros 3.400 millones para inversiones en desarrollo. Hay quien segura que estas ayudas son un soborno encubierto; otros denuncian que gran parte del dinero se pierde sin rastro y el resto se divide entre incrementar la cooperación y ampliar la deportación de inmigrantes indocumentados.

La solución es compleja y tensa. Y como todo requiere una educación en la que seguir insistiendo con obras como Me llamo Sulimán, el hallazgo con el que un año más el veterano Miguel Gallego, que no ha perdido pasión ni capacidad de apuesta por lo nuevo en su dirección, enriquece el Festival de una ciudad en la que el teatro es una forma de respirarla y hacer que la conciencia prevalezca sobre cualquier tipo de silencios y de máscaras. Y que tratándose de sueños y libertad no existen los pájaros furtivos.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es