Hace 180 años a Mariano José de Larra le dio por perder la cabeza. Por echársela a perder. Era un 13 de febrero de 1837 por la tarde y en el número 3 de la calle Santa Clara se escuchaba un tiro que acabaría con la vida del más genial periodista español. Nadie hubo ni habrá con la garra, la literatura y la calidad discursiva de Larra. En España ha habido escritores de periódicos muy buenos, pero no como Larra.

Un joven vivido que a sus 27 años ya tenía tres hijos y un matrimonio echado a perder por la relación infructuosa que, según dicen los románticos, le empujó a apretar el gatillo de esa pistola. El ministro de Justicia de la época, a la sazón vecino de Larra en el mismo edificio de Santa Clara, permitió que un suicida recibiera cristiana sepultura, algo impensable por entonces. ¡Hasta para eso era disruptivo este Larra!

A Larra le dolía España y quizá eso también le empujara a apretar el gatillo. Desilusionado con una sociedad burda y viciada nunca dejó de denunciar la política estructural del sistema y el mal gobierno. Él lo hacía con convicción, con fuerza y con ira. Ira que demostraba siempre que podía. En Horas de Invierno se le leía la triste resignación de la infelicidad de aquel que ha nacido en mal lugar y en mal momento. Larra comparaba la facilidad de escribir en la «capital del mundo moderno», París, en donde se hacía «para la humanidad»; mientras, en Madrid «Escribir como escribimos en Madrid es tomar una apuntación, es escribir en un libro de memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo». Larra, aún muerto hace 180 años, es una fuente de fácil revisión para poner a España frente al espejo. Casi dos siglos después seguimos viviendo en ese país corrupto y viciado.