Ignoro cuáles habrán sido las pérdidas ocasionadas a "La, la, Land" por no haber conseguido el "Oscar" a la mejor película que ya tenía en el bote. Ignoro el daño moral que supondrá el error de haber anunciado el premio a la mejor película para el musical, cuando en realidad -como se supo después- era para "Moonlinght", que lo recibió de mala manera, como segundo plato. El fallo empañó lo que iba a ser el ansiado reconocimiento al cine hecho por negros, el de la reivindicación de la igualdad racial, el de la diversidad. Lo que sí sé es que la credibilidad y el prestigio de los "Oscar" -siempre en entredicho- han quedado ahora malheridos. Que en la 89 edición de los premios se haya cometido el error más grave de su historia demuestra lo poco que hemos avanzado en la seguridad a lo largo de casi un siglo. Hay unos culpables de la catástrofe. Tienen nombre, apellidos y rostro. Se trata de la sonriente pareja responsable de la custodia de los maletines -dos, por si uno se perdía-, del recuento de los votos, y de los pasos subsiguientes hasta ser anunciados. Hasta habían memorizado los nombres de los galardonados por si ocurría una catástrofe. Un error, sólo uno, fue suficiente: traspapelaron una de las tarjetas duplicadas y metieron en el sobre de mejor película, la tarjeta duplicada de mejor actriz. ¿Cómo es posible que un fallo humano socave de forma tan brutal la reputación de los premios de cine más importantes del mundo? Cuanto más sofisticados son los métodos de control, más errores cometemos. Otra vez -como ya decíamos la semana pasada- echamos de menos el papel y el lápiz. No, no quiero echarle la culpa a los ordenadores, que desconozco qué papel habrán jugado. La empresa encargada de que todo funcionara como un reloj no era una cualquiera. Era nada menos que PriceWaterhouseCooper (PWC), la auditora favorita de nuestro IBEX, la responsable de la supervisión de Goldman Sachs, que estuvo en el ojo del gran huracán de la gran crisis económica. Aún echaremos de menos aquellos ceñudos notarios que certificaron todos los premios en España, desde "Un millón para el mejor" hasta "Saber y ganar". La de los "Oscar" es una gala milimetrada, en la que nada se deja al azar. Los guiones prevén hasta el más nimio de los detalles. Si un espectador se levanta a mear, un figurante ocupa de inmediato su hueco. Son muchos los millones en juego y los cortes de publicidad entran con precisión cartesiana. Cada número musical dura exactamente lo que dura, ni un segundo más ni un segundo menos. Cada actor tiene una marca en el suelo, de la que no puede desplazarse. Los cámaras disponen de un plano detallado de donde está cada cual para enfocarlo en el momento preciso. En 2004, la ABC -en un alarde de control llegó a emitir la gala con retardo de segundos, el tiempo suficiente para evitar "comportamientos impropios", después de que Janet Jackson enseñara un pecho en la Superbowl. El espectáculo que ofrecieron sobre el escenario del teatro Dolby de Los Ángeles el conglomerado de premiados de verdad, falsamente premiados, presentadores, productores, directores, ejecutivos varios y hasta unos niños actores fue lamentable. Había más gente atropellada ante las cámaras que en el camarote de los hermanos Marx. Adiós al glamour. A Hollywood se le vio el cartón piedra. Los ejecutivos de PWC provocaron la peor pesadilla del actor: quedarse en blanco. ¿A cuántos se les habrán caído el mito del prototipo de hombre sexy que fue Warren Beatty durante décadas? ¿Cuántos tendrán dificultades para volver a soñar con la deseada Faye Dunaway? Qué lejos queda "Bonny and Clyde". Se nos caen los mitos y no somos capaces ni de recogerlos. El mundo entero estaba pendiente de cómo el universo del espectáculo iba a plantar cara al furibundo Donald Trump, que los ha puesto en su diana como a los periodistas. Me puedo imaginar al presidente exultante en el baile de los gobernadores que en aquel momento se celebraba en la Casa Blanca. Se reiría a brazo partido mientras contemplaba en su inseparable móvil cómo sus enemigos íntimos de la farándula perdían los papeles y hacían el ridículo.