Desde que tuve conocimiento de la noticia me he acercado varias veces a la calle donde le arrebataron lo que jamás nadie podrá volver a darle. Allí, en ese callejón infame cuyo único sentido es unir dos vías mayores, fue donde se lo llevaron. Nadie debería abandonar sus días de aquella manera. En ese tramo indigno y tan ajeno a la misericordia. La culpa no toma cuerpo en la carestía de patrullas policiales ni en la insuficiencia de videocámaras. Ni siquiera en la falta de seguridad de la noche malagueña. Centrar la mirada en esa idea no es más que difuminar a los responsables. Yo no conocía a Pablo personalmente pero, durante algunos años, trabajé casi a diario con su padre y con su hermana. Al asco que me genera el suceso se suma el quiebro emocional que me provocan los lazos con la familia. Pero al final, tras los ecos, tan sordos y tan ásperos, de las sirenas, del tumulto, de las condolencias y de la prensa, aún resuena la cantinela de ese callejón del diablo donde, como les digo, me he parado varias veces esta semana. A escuchar. A esperar. Allí, hasta el silencio me resulta desagradable. No he querido imaginar, ni mucho menos, cómo aconteció. Pero sí reflexionar acerca del entorno, del lugar, de la escena. El aura que genera aquella ubicación maliciosa sólo puede ser comparable al vacío que provoca la ausencia de Pablo a sus amigos y familiares. Una ausencia invulnerable a las defensas que, gracias a Dios y en muchas ocasiones, nos genera el olvido. Pero esto es imposible de olvidar. Como tampoco se olvida la pérdida de una mano o de una pierna. Aquello estuvo para él, como pudo estar para cualquiera. Porque todos hemos pasado alguna vez por allí. De día o de noche. Aquello le pudo tocar a usted, a su hijo, a su madre o a su mujer. Porque no hubo un móvil que poder entender. Digo entender, no justificar. No hubo una venganza que poder entender. Y digo entender, no justificar. Aquello fue fruto de un oscuro antojo. Del impulso irrefrenable de un espíritu maltrecho por una escala de valores retorcida. ¿Qué inesperado y desafortunado incidente o gesto puede provocar semejante grado de reacción? No se hagan las preguntas que yo mismo me estoy haciendo. No tienen respuesta. No tienen sentido. Tan sólo queda aceptar que entre nosotros se disfrazan los que son capaces de semejante atropello sin que les tiemble el pulso. Así, sin premeditación. A las bravas. Sin pensarlo y sin miedo. Sin un miserable eco cerebral que les lleve, siquiera por egoísmo o interés propio, a calibrar las consecuencias que pueden acarrearles sus propios impulsos asesinos. En este tiempo hostil, propicio al odio, que diría el poeta Ángel González, ¿qué nos queda por inculcar a los que tenemos hijos? ¿Que huyan de cualquier encontronazo por miedo a que se los lleven por delante? ¿Que hagan por no alzar la voz frente a los que paladean con placer el sabor de la violencia? Así resuenan los ecos de Lazcano. Pero cuando los ruidos de fuera se vayan apaciguando y se hagan fuertes los ruidos de dentro, ¿a dónde acudir entonces? ¿Cómo enfrentarse al irrefrenable transcurrir de las horas y los días? ¿Cómo concederse, siquiera, una tregua cuando es tu brazo el que te falta, tu pierna, tu corazón? ¿Acaso puede uno olvidarse de su vacío cuando está vacío? Queda quizá el recurso de compartir las soledades, las vivencias y los recuerdos. De amparar y dejar ampararse por los cercanos de siempre y por los que aparecen sin esperarlo. Queda la indiscutible necesidad de seguir hablando de él. De Pablo. De tenerlo presente, de reestructurar la vida y de apretar los dientes. De ahuyentar las soledades y de abrazarse más fuerte, hasta que, quizá algún día, uno pueda volver a andar casi solo, ligeramente cogido a la mano de alguien. Sin trastabillar a cada paso por el dolor que genera el recuerdo de la inmundicia que jamás debió de acontecer. Y queda la opción, Dios lo quiera, de que sigamos viendo luces de esperanza en el devenir cotidiano de nuestros días. Y si no las vemos, que aprendamos a descubrirlas. Si no viviendo, al menos, sobreviviendo.